Hace mil años, los habitantes mapuches prehispánicos de Tunquén vieron descender de su embarcación a un grupo de navegantes polinésicos que llegaron en busca del agua dulce del humedal. De esos visitantes y de su contacto con los pueblos originarios se han encontrado una docena de esqueletos y restos arqueológicos. También se han detectado influencias lingüísticas e incluso biológicas que dan fe del mestizaje entre ambos pueblos y realzando el patrimonio cultural del territorio.
Transcurrieron más de quinientos años y, tras la llegada de los españoles, las tierras fueron repartidas en pago por favores a la corona, sin consideración por los habitantes originales. Estas prebendas dieron origen a enormes haciendas que con los años fueron vendidas y subdivididas y vuelta a subdividir, hasta llegar a las actuales parcelaciones, donde, en una de ellas, construí mi casa.
Debido a esto me resulta difícil escribir sobre Tunquén; un lugar amado en el que soy testigo del impacto que causamos sobre el territorio. Los amores pueden ser contradictorios.
Tunquén, en mapudungún, significa “tierra que se abre” y no existe otro pueblo o caserío en el mundo que tenga ese nombre. Por Tunquén se conoce la zona costera que comienza unos kilómetros al norte de El Yeco y se extiende hasta la Punta del Gallo. La última subdivisión comenzó hace apenas unos treinta años, cuando aún llovía, cuando en invierno los caminos eran intransitables y los cururos, los zorros y hasta algunos pumas circulaban libres; y las culebras no morían aplastadas bajo las ruedas de los vehículos. Antes de eso, hace cincuenta años, había comenzado la plantación de pinos, que relegó la vegetación nativa a las quebradas y modificó el paisaje ancestral.
Al mismo tiempo que escribo pienso en la playa, dunas y el Humedal de Tunquén como el último ecosistema del litoral que se mantiene inalterado, puro, tal como era su forma primera u original, similar a la que vieron esos navegantes. Pareciera ser un milagro, pero ha sido el trabajo constante, contra vientos y mareas, de una comunidad motivada en compensar a la madre tierra, aunque sea una mínima parte de nuestros desaciertos.
El aumento del nivel del mar y las marejadas cada vez más frecuentes, no han sido obstáculo para los intentos de desarrollo inmobiliario sobre la playa. Hemos logrado proteger 240 hectáreas bajo la figura de Santuario de la Naturaleza y esperamos el inminente pronunciamiento del Ministerio del Medio Ambiente por las últimas hectáreas sin protección ubicadas en el sector sur de la Playa de Tunquén. Pero este proceso no termina ahí. La meta es la protección ambiental del ecosistema completo mediante la creación de un Parque Intercomunal de Zona Costera, con un único Plan de Manejo que incluya desde el extremo sur de la Playa de Tunquén y por el norte hasta el cerro Curauma. Tenemos una oportunidad única de proteger en forma eficaz una zona costera prístina, como un ejemplo para el país y en beneficio del planeta y las futuras generaciones.