En pleno invierno de 1849, durante la noche del último día de julio, las malas condiciones climáticas provocan el naufragio de una embarcación frente a las costas del lago Budi. Se trata del bergantín «Joven Daniel». Los primeros antecedentes recabados por funcionarios enviados desde Valdivia, la ciudad chilena más próxima, reportan que no hay sobrevivientes y que toda la carga que transportaba la nave se ha perdido. A bordo viajaban hombres, mujeres, niños. Dada la gravedad del suceso, desde Santiago el gobierno central envía una comitiva para investigar los hechos. A comienzos de septiembre, el intendente regional entrega un primer parte oficial con una versión de lo acontecido: tanto la carga -nada menor, se consignan volúmenes en oro y plata- ha sido robada, como los sobrevivientes han sido asesinados, todo por obra de indígenas del sector. El asunto va escalando en dramatismo. Días más tarde, se suman testimonios entregados por otros nativos, que señalan que los malogrados náufragos habrían sido víctimas de un verdadero ensañamiento: hombres decapitados, mujeres violadas para luego ser ultimadas. O bien, retenidas en cautiverio por los sanguinarios indios.
En Santiago, el asunto se transforma en todo un escándalo. La prensa no escatima en detalles de la «cruda carnicería». Políticos y renombradas figuras llaman al gobierno a actuar con vehemencia, esto es, militarmente, de manera de convertir todo ese punto específico del territorio, todavía bajo el dominio de tribus locales, de una buena vez en parte del Estado de Chile. Hay que consignar que ni Bulnes ni su sucesor Montt se dejan llevar por la histeria de aquellos sectores, y, de hecho, las conclusiones de la investigación oficial terminan estableciendo que los nativos no mataron a nadie, que los mismos supuestos testigos finalmente habían confesado que mentían y que algunos efectivamente, más que robado, se habían guardado parte de la carga del navío tras haberla encontrado dispersa entre los roqueríos.
Este hecho desnuda como pocos una faceta esencial de lo que podemos llamar el alma de la sociedad chilena. En breve, se levanta como un mito popular la historia de Elisa Bravo. Una joven madre que habría sido una de las pasajeras del «Joven Daniel» y que habría caído prisionera de los crueles indígenas. En los registros oficiales del viaje su nombre no figura, este solo aparece años después. Pero no importa. La fábula adquiere una potencia extraordinaria. El célebre pintor francés Raymond Monvoisin, avecindado en Chile por esos años, viaja especialmente en 1854 a la «Araucanía» para empaparse con el tema. Pintará no solo uno, sino dos cuadros recreando las penurias de la dama.
Monvoisin es un pintor eficiente en cuanto a la técnica. Ambas pinturas son, por tanto, estilísticamente, correctas. Lo que llama verdaderamente la atención es el tratamiento maniqueo, truculento, sin pudor, que le da en términos conceptuales. En la primera (imagen arriba), vemos a una mujer de evidente hermosura -piel tersa y nacarada, rostro de finas y proporcionadas facciones, que, semi desnuda, deja ver un pecho digno de una madonna renacentista- que carga con abatido semblante un par de hijos mestizos; más atrás, se percibe la imagen del progenitor, el cruel indio violador. El otro (imagen abajo) es aun más frontal, sin veladuras, sin eufemismos: la joven madre -esta vez con sus hijos «blancos» en brazos-, pese a que viene de sobrevivir a un violento naufragio -se divisan los mástiles de la embarcación-, no recibe por parte de un grupo de indígenas que la rodean más que acoso y hostilidad -incluso una aprisiona con su mano el muslo de su pequeño hijo y otro le tironea su collar, en la antesala de la inminente violación-. Las telas serán compradas, tras la muerte del pintor, por una de las familias más ricas de Chile , la del magnate del carbón Matías Cousiño.
El grado de enraizamiento de este mito es tal, que incluso en 1884, 35 años después del naufragio y cuando la ocupación de la Araucanía ya es un hecho consumado, el entonces senador liberal por Santiago Benjamín Vicuña Mackenna saca a colación el caso de Elisa Bravo y su cruel cautiverio para justificar la reciente invasión y usurpación perpetrada por las tropas chilenas en territorio nativo.
Resulta particularmente interesante reparar que por esos mismos años, a los del naufragio del «Joven Daniel», llegaban a establecerse las primeras familias de colonos alemanes a Valdivia y alrededores. Lejos de lo que se podría suponer, la relación entre los teutones y los nativos se desarrollará sin sobresaltos, estableciéndose, por el contrario, una convivencia perfectamente pacífica y un intercambio provechoso para ambas partes. No así con los chilenos. El mismo reconocido líder de los inmigrantes germanos, Carl Adwandter, no podrá sino consignarlo: «los indios que viven más próximos a nosotros son gente absolutamente pacífica e inofensiva. Con ellos tenemos mejor trato que con los chilenos de origen español.» Su compatriota, Franz Kidermann, será más enfático. A su juicio, ni chilenos ni mapuches «tenían hábitos de trabajo, pero al menos estos últimos eran honestos.»