El autor de este estudio limita su trabajo a la última etapa de la poesía de Nicanor Parra, representada en la selección por poemas como «Soliloquio del individuo«, «Los vicios del mundo moderno«, «La víbora«. Sus puntos de vista no son válidos para los restantes poemas sino en la medida en que éstos constituyen la expresión de una personalidad excepcionalmente no contaminada por escuelas literarias. En la selección adjunta han sido incluidos con el objeto de que el lector tenga una visión lo más completa posible de la personalidad aquí parcialmente soslayada.
Un poeta es un ser que vive pensamientos y piensa vida. Lo asume todo pasivamente y lo expresa todo a través de la actitud propia del creador. Su vocación es, pues, en algún grado, trágica: experimenta en carne propia lo que el común de los mortales se limita a enunciar como mera consecuencia de una proposición dada, toda disminución o aumento de su patrimonio humano.
El hombre no se distingue radicalmente de las demás especies vivas sino en virtud de su libre albedrío. Sin libertad no hay moralidad. Ambos conceptos son correlativos, reconocer la validez de uno en detrimento del otro, significa negarles toda realidad. Al elegir, el hombre se sitúa matemáticamente, quiéralo o no, en el lugar que le corresponde como tal. Se transforma en un ser moral. Pasa de objeto a sujeto, de determinado a determinante. No importa lo que haya elegido. Basta que haya elegido. Puede, por ejemplo, decidirse por la negación de la libertad, vale decir por el escepticismo respeto a toda norma de validez universal, por la inmoralidad, etc.
Esta tabla de posibilidades y valores es menos elástica cuando quien elige es un poeta. «La poesía, anota Tristan Tzara, es, ante todo, antes de llegar a ser un poema, un sentimiento, una cualidad de las cosas, una condición de la existencia». La realidad interior y exterior se necesitan para sintetizarse en la palabra creadora para constituirse en una realidad de verdad. La una, desprendida de la otra, no es sino un fantasma frente a otro fantasma. El poeta elige, pues, el más difícil de los caminos. Debe romper el círculo de la conciencia, usar de la libertad para perderla, e intentar a todo trance, a través de la experiencia inmediata, recuperar el mundo objetivo. Quiere, en su pura idealidad y materialidad, que su espíritu, como dice Scheller proponiendo una definición de este concepto, sea determinado por las cosas mismas. Su suerte es la de un hombre que regresa a su más hondo bien, impreciso y lejano.
En este regreso inserto yo la poesía de Parra. Su actitud es la de un hombre que recupera trabajosamente un mundo al cual se siente íntimamente unido y desgarrado. Ha dejado tras sí el reino de sus propios fines, pero no está seguro de llegar a ninguna parte. De aquí sus frecuentes recaídas en un escepticismo que se deleita triste y morbosamente consigo mismo. Es el humor negro, una suerte de empequeñecimiento que linda con lo ridículo, que hace reír mientras más se ensaña con lo que toca. Es curioso observar cómo este poeta se acerca a la realidad. De pronto parece situarse en ella de lleno, aceptarla y comprenderla en toda su extensión. Describe el mundo y lo ordena de acuerdo a una rigurosa concepción moral. Lo fustiga con el látigo de su elocuencia. Lo pone frente a su propia imagen para que se avergüence de sí mismo. Todo esto parece muy claro en «Los vicios del mundo moderno«. Sólo que, en mi intención de mostrarles a ustedes el aspecto problemático de la posición de Parra: su intento de recuperar un conocimiento objetivo de las cosas, un orden que no provenga únicamente de sí mismo, me he remitido por varias razones al «Soliloquio del individuo«, poema que analizaré más adelante.
Por de pronto, «Los vicios del mundo moderno» es la obra más madura de Nicanor Parra. Con ella culmina un proceso que, por razones de claridad, resulta preferible presenciar durante su desarrollo, allí donde se muestre menos irreductible. «Los vicios del mundo moderno«, es una vasta tela en que se manifiestan todos los recursos de su autor. Nicanor Parra sustenta una estética que lo coloca al margen de nuestra tradición literaria. «La función del idioma, ha dicho, es para mí la de un simple vehículo y la materia con que opero la encuentro en la vida diaria». Reivindica así una adecuación rigurosa entre la experiencia y la expresión. Pero la experiencia para él consiste en una toma de contacto con el mundo objetivo y no la mera constatación de sus estados íntimos. Relativiza el sujeto a la luz del objeto e intenta superar su antagonismo situándose, por momentos, en un plano sobre individual. Desde allí se siente capaz de juzgar a los hombres, a partir de una imagen de lo que es el hombre, de lo que debe ser. Suspende la necesaria relatividad de todo juicio, relatividad a que nos ha llevado nuestra caída en la existencialidad, en la libertad y gratuidad de nuestra conciencia, para remitirnos a un tribunal en que el bien y el mal son categorías inamovibles de una conciencia trascendente. El se siente invadido por esta conciencia que le traspasa parte de su dignidad. Pero duda en todo momento de ser infalible. Moraliza sin convicción ninguna, y cuando hace una pintura crítica del mundo moderno, introduce en ella elementos destinados a restarle toda seriedad. Lo mismo sucede cuando, de súbito, aparentemente sin solución de continuidad, empieza a enumerar los vicios que han llevado al mundo a su descalabro. En esta numeración se pierde el tono ético, sobrio y riguroso con la intromisión de elementos desconcertantes. Entre la primera y la tercera parte del poema, la lista de los vicios -que implican virtudes- es como una torre de Babel; no llega al cielo porque la unidad de su proyecto se descompone en la multiplicidad. Todo esto es, naturalmente, de una gran calidad poética. Pero, ¿se proponía el autor nada más que conseguir esa calidad para su obra? Valéry afirmaba que la poesía era para él un medio de transformarse. No escribía por el mero placer de hacerlo. Tampoco Parra profesa un culto exagerado por la creación que se basta a sí misma. El arte por el arte lo deja, más que a todos nosotros que ya hemos superado esa posición absurda, completamente frío. Les propongo a ustedes una respuesta. El poeta de «Los vicios del mundo moderno» aspiraba verdaderamente a juzgar este mundo en que nos debatimos. Era una empresa descabellada y terminó por reírse de ella a falta de otra salida. El ser del hombre se le desvaneció tan pronto como creyera revelarlo. Había venido a profetizar el advenimiento de un orden trascendente; alrededor suyo se reunieron los ciudadanos del mundo y él quiso hablar como lo hicieron sus grandes predecesores. Homero, Arquíloco, Jenófanes, no sólo eran poetas. Legislaban, imponían un orden y profetizaban, llegado el caso, el advenimiento de un orden superior. Pero Nicanor Parra es un poeta contemporáneo. Cambió su proyecto (acaso este cambio y el proyecto constituyan una sola cosa) para entregarse a un juego, por lo demás muy necesario. Pintar el mundo tal cual es, y no como debiera ser.
Nicanor Parra rehuye a todo trance el tono profético. Un profeta es un hombre de orden. Viene al mundo a sustituir el caos por la forma y la estructura de todas las formas posibles. Cree en el hombre y en su posibilidad de alcanzar un fin sin el tono profético, pero no puede dejar de sentirse invadido por él algunas veces. Su sentido de la realidad le inserta un tono ético a su obra, un velado carácter de auténtica solidaridad con cierta poesía normativa, propia de los grandes poetas griegos, por ejemplo, y en general, de todos aquellos que asisten al nacimiento de su pueblo, en medio de la alegría, de la juventud y el trabajo constructivo. No en vano fue influido, según palabras suyas, por Walt Whitman, en el amanecer de su poesía. Se vio obligado a desechar esa influencia obedeciendo el más grande de los imperativos que todavía conserva su frescura inicial: conociéndose a sí mismo, descubrió la dirección en que debía proseguir su obra. Pero la profecía, la certeza y el anhelo de un orden permanente, no sometido a los vaivenes del capricho y del azar, duermen en ella y despiertan transmutados por una ironía cruel, melancólica.
Hay poemas de Nicanor Parra que parecen la sátira de su propio proyecto, en el cual se hubiesen formulado apreciaciones claras y distintas sobre el significado y el destino del hombre. A mayor universalidad menor veracidad, parece haberse dicho en último instante. No se puede hablar en general: es peligroso y falso. Hay que atenerse al mínimum, a uno mismo, a lo que nos sucede día a día en nuestra búsqueda incansable de cualquier asidero.
Recordemos a este respecto el «Soliloquio del individuo«, poema en el que se ponen de manifiesto muchas de las virtudes y vicios formales, de cuyo riguroso equilibrio han surgido las mejores obras del autor.
Lo primero que se pone de manifiesto en este poema es su tono, por decirlo así, elegíaco. No encuentro otras palabras para expresar cabalmente lo que quiero. Pero tengo entendido que la elegía es una forma poética nacida en y para la comunidad, sea cual sea el mensaje de que es vehículo. El poeta va a hablarnos, no de su intimidad ni de su enfrentamiento con un poder que nos sobrepase y al que le sea posible encararse por un privilegio exclusivo. Adopta la primera persona, pero en ella debemos sentirnos proyectados y revelados a nosotros mismos por una conciencia que, si no es diferente a la nuestra por su contenido, lo es en cambio por su mayor lucidez receptiva y expresiva. El tono arcaico, pedregoso del poema, sus repeticiones continuas destinadas a fijarse en nuestra memoria, la repetición de ciertas palabras, que dan así la impresión de ser recién creadas, las vacilaciones y, en fin, el tema tratado, todo ello nos indica que nos encontramos frente a una manifestación de tipo colectivo, que se nos va a hablar de lo que a todos nos atañe por parejo.
Es, como dije, la primera impresión. Pronto advertimos que el poeta nos la ha provocado deliberadamente para luego irla reduciendo a su contraria y lograr mediante este juego una de sus composiciones más características. Podría decirse que en ella se narra la historia de la humanidad. Pero el requisito indispensable para que haya historia es el de que la iniciativa, la acción particular, nazcan del seno de una comunidad dispuesta a hacerla suya; una comunidad, es decir, un grupo de individuos unidos por intereses, valores y fines comunes y objetivos.
Ahora bien, esta unión sólo se logra y se mantiene mientras los valores que la sustentan pertenezcan a una esfera sobrehumana. Al hombre le es negado el usufructo de la infabilidad. Nada de lo que siente, piensa y produce, una vez sometido a la revisión de la crítica y del tiempo, parece destinado a sobrevivirle. Y como es incapaz de ello, resulta insuficiente para aunar el esfuerzo de generaciones sucesivas. Si los valores, si los fines que sirven de acicate a la acción, se tornan vulnerables, la historia pierde su carácter de tal. A ella le es indispensable cierta continuidad. Es, antes que nada, un desarrollo, la ordenación progresiva de todos los medios hacia un fin. De aquí que, sin el apoyo de una creencia que se sobreponga a su temporalidad, de un destino impuesto desde fuera, la historia amenace en convertirse en una serie de tentativas más o menos parciales condenadas, por ello, a la derrota y al olvido.
Es lo que sucede a lo largo del «Soliloquio del individuo«. En apariencia la soledad que de éste se desprende es la soledad involuntaria, accidental, y al mismo tiempo profundamente necesaria de la vida intrauterina. Su receso señalará el principio de una integración con el mundo, integración que se hará consciente de sí desde que el individuo sorprenda la inutilidad de sus esfuerzos individuales.
Después traté de cambiarme a otra roca Allí también grabé figuras Grabé un río, búfalos Grabé una serpiente (1) Yo soy el individuo Pero no, me aburrí de las cosas que hacía El fuego me molestaba Quería ver más.
«A esta certeza negativa, me aburrí de las cosas que hacía», opone otra, aún no formulada expresamente. El Individuo manifiesta un deseo: «Quería ver más». En su realización desciende a «un valle regado por un río», y «Allí encontré lo que necesitaba». «Encontré un pueblo salvaje», «Una tribu». Encuentra, en una palabra, a sus semejantes. Descubre entre los actos de éstos y los suyos cierta correlatividad. «Vi que allí se hacían algunas cosas». «Figuras grabadas en las rocas». «Hacían fuego, TAMBIéN hacían fuego». De ahí en adelante puede sentirse corroborando y comprometido a una aventura común: la historia. Sus semejantes lo rodean. Están deseosos de incorporarle a esa aventura sobre individual. Deben cerciorarse de que su origen no es diferente al del extranjero. «Me preguntaron que de dónde venía». Pero el Individuo vacila. «Contesté que sí, que no tenía planes determinados». «Contesté que no, que de ahí en adelante». Demasiado consciente de su gratuidad, se niega el deseo y el derecho a contraer un vínculo que lo colocaría al margen de sí mismo. La asociación nacida en y para la historia necesita, se apoya en ese vínculo. Empezamos a comprender que la soledad, la libertad del hombre para «inventar sus propios fines», tiene la irreductibilidad de lo cualitativo que, en este caso, no es posible reducirla, a partir de un mero deseo de objetividad. De ahí que el individuo persista en mantenerla no obstante esta persistencia le sea dolorosa.
Tomé un trozo de piedra que encontré en un río Y empecé a trabajar con ella Empecé a pulirla De ella hice una parte de mi propia vida. Yo soy el Individuo.
El contenido de este concepto pierde de aquí en adelante su universalidad. Todo carácter humanístico le es sucesivamente arrebatado. Al Individuo que ahora habla sin ser un pequeño Dios ni un profeta, tampoco se le puede encasillar como perteneciente a una especie. Tampoco es un hombre en el sentido que los humanistas le dan a esta palabra. Los problemas que se plantea son «falsos problemas»: «Preguntas estúpidas se me venían a la cabeza».
Pero si ha aceptado el yugo de una existencia solitaria, de un destino atrozmente personal, no puede dejar de lamentarlo.
Aquí vengo yo, dije entonces: ¿Habéis visto por aquí una tribu Un pueblo salvaje que hace fuego?
Su obsesión de integrarse a la sociedad y a la historia es continua. A cada paso siente la necesidad de elevarse a un plano sobreindividual, inaccesible a su conciencia, desde el cual se propongan al hombre valores y fines incorruptibles.
De este modo me desplacé hacia el Oeste Acompañado de otros seres O más bien solo.
El no quiere «inventar» esos valores y esos fines. Si ha de contraer una alianza con los demás, ella debe sellarse a base de objetivos reales, necesarios. Sobre las ruinas del reino de Dios el hombre no puede construir su propio reino. Quiere ver para creer. Se diferencia en esto de sus semejantes. «Para ver hay que creer, me decían». Ser determinado por la «verdad» y no determinarla. Conocer lo absoluto a través de una relación inmediata, no mediatizarlo, situándolo en su conciencia, entregándolo a sus mecanismos cognoscitivos. O todo o nada. O el absoluto o la relatividad más absoluta. O el hombre o los hombres. O la historia o las historias.
Así, él es el peregrino en la tierra.
Crucé las fronteras Y permanecí fijo en una especie de nicho. En una barca que navegó cuarenta días Cuarenta noches.
Hay aquí una alusión a cierta escena bíblica que todos conocemos. Fracasado su intento de situarse en el mundo, de comprenderlo y comprenderse en relación a él, éste es olvidado por el Individuo. Pierde su discontinuidad en la continuidad de las aguas que lo esfuman. Pero el Individuo se salva de este diluvios a cambio de permanecer en «una especie de nicho». De él se salva sólo lo más transitorio, lo que la muerte hace suyo a cada instante: su destino individual, su soledad y su libertad efímeras e injustificables.
El resto del poema nos habla de nuevos y fracasados intentos de integración con el mundo y la historia. Ellas se repiten a manera de ciclos cada vez más amplios y complejos.
Debía producir Produje ciencias, verdades inmutables.
(Todas estas verdades, como se ve más adelante, son todo menos inmutables).
Instituciones religiosas pasaban de moda.
Después de una breve lucha con ese poder que le es imposible descifrar, con ese absoluto inaccesible a su conciencia, lucha durante la cual el Individuo se entrega a una producción sin objeto, para contrarrestar la producción divina cuya finalidad se le escapa, sobreviene la crisis final:
Alguien segregaba planetas Arboles segregaba Pero yo segregaba herramientas Muebles, útiles de escritorio.
Es el primer momento de la crisis. Y luego:
Después me dediqué mejor a viajar A practicar idiomas A practicar a practicar idiomas Idiomas.
Nicanor Parra no hace mucho regresó de Inglaterra. Lo llevó allá la necesidad de completar sus estudios. El objeto de su viaje, pudo haber sido todo lo importante que se quiera. Pero hay veces en que la dificultad de los medios hace que se pierdan de vista los fines. Entonces los medios se convierten en fines y somos absorbidos por un problema insignificante: practicar idiomas. Esta pequeña obsesión, acaso sufrida personalmente, ha sido utilizada por el poeta para simbolizar el estancamiento de su personaje. Este ha claudicado en su afán de escapar a su destino unipersonal.
Luego manifiesta un deseo impracticable: «Mejor es, tal vez, que vuelva a ese valle», «A esa roca que me sirvió de hogar», «Y empiece a grabar de nuevo», «De atrás para adelante, grabar», «El mundo al revés», «Pero no, la vida no tiene sentido».
Se insinúa aquí y se rechaza simultáneamente, la necesidad de reivindicar el pasado del hombre. Pero es imposible volver al punto de partida por dos razones. Primero. Porque la historia no puede ser considerada como un conjunto de cristalizaciones, independientes entre sí. Mas que condicionarse, se desprenden unas de otras, en una suerte de proceso genético-causal. De ahí que el presente, como una nueva célula, conserva del pasado justamente lo que de éste puede sobrevivir. Y en segundo lugar, porque si fuese posible retrotraer la historia a su origen, nos veríamos obligados a revivirla, punto por punto; es decir, a aceptar de nuevo lo que nos hemos visto obligado a rechazar.
«Si el hombre, dice Parra, llega a tener éxito en su afán de destruir el Universo, lo más probable es que Dios vuelva a crearlo de nuevo».
Si la vida no tiene sentido actualmente ello significa que nunca lo ha tenido, que nunca podrá tenerlo. De ello es consciente el poeta cuando se niega a rehacer su vida de atrás para adelante y adoptar una actitud romántica, de nostalgia por el pasado.
Cabe aquí hacer una aclaración. Más arriba hemos dicho que el poeta en general, y en particular Nicanor Parra, se propone, como medio de obtener un saber objetivo del mundo, una suerte de regreso a la realidad. Ello no significa que nieguen al conocimiento su raíz fenoménica, que intenten revalidar puntos de vida históricamente separados.
Se ve aquí el peligro de establecer paralelos entre dos disciplinas tan diferentes como son la filosofía y la poesía. El poeta, en la actualidad, no desconoce los resultados a que han llegado los modernos investigadores para revalidar, desde más certeros puntos de vista, el realismo crítico. Su misión, sin embargo, no es la de sustentar una posibilidad o una certeza mediante un juego de razonamientos más o menos válidos. Dijimos que él vive sus pensamientos. Con ello quisimos significar hasta qué punto en él se entrelazan la acción y la contemplación. Si postula un regreso a la realidad, lo hace en el terreno de la realidad. Lo posible y lo necesario son para él uno y lo mismo. Piensa dogmáticamente y vive críticamente la caída o la exaltación de sus dogmas. De ahí que él no intente demostrar una intuición, sino expresarla; siempre que ella sea lo suficientemente significativa como para rechazar todo atisbo de duda. Con la duda empieza la filosofía y muere la poesía.
«Soliloquio del individuo» pertenece a una especie de composiciones que apenas se mantiene en equilibrio entre el abismo del pensamiento y el de la creación poética. Hay en ella demasiadas preguntas no contestadas y apenas formuladas, pero cuya acción corrosiva se insinúa en su organismo. La he citado antes como una de aquellas obras de Parra en que se manifiesta el elemento contradictorio del autor. Es un documento de su tragedia consistente en ir a la realidad y en volver de ella con las manos vacías. Un fracaso así no puede repetirse muchas veces. Al cabo el poeta se tornaría reflexivo, postergando indefinidamente el impulso creador que es, en esencia, afirmación.
Ello no sucede gracias a que este impulso es en Parra demasiado fuerte. Su autonomía respecto al mundo, su libertad para hacer de él una interpretación personal y crear sus dioses y sus fines sin la participación de nada ni de nadie no ha extirpado en él la esperanza de que esos dioses y esos fines sean el patrimonio de todos los hombres, algo más que meras posibilidades. Así, pasea por el mundo, pregunta, contesta, solicita. El amor, que es el móvil de la poesía, pues, participa e influye en su doble carácter: acción y contemplación, aparecen en la obra de Nicanor Parra revestidos de un tono metafísico. Salvo raras excepciones, en que es suscitado por un ser determinado -ningún poeta, a veces desgraciadamente, puede rehuir cierto tipo de sentimiento accidental-, salvo raras excepciones, repito, la mujer en la obra de Parra y el impulso afectivo de que es causante, son como salidas que se abren hacia lo absoluto por una parte y hacia una realidad ordenada a partir de lo absoluto, por la otra. El poeta se niega a reconocerlo y presenta sus trabajos como la más fiel expresión de experiencias insignificantes. Leyéndolos no se puede sino recordar a Kafka, el gran encubridor, el gran maestro.
(1): En el volumen de Nascimento los versos de este poema tienen otro régimen de puntuación. Además, cabe indicar, este verso no aparece en la primera edición del libro «El circo en llamas: una crítica de la vida. Enrique Lihn Edición de Germán Marín Santiago. Lom, 1997. 694 págs.