“El lugar de trabajo del poeta es su escritorio, su mesa de trabajo”. Con ambas manos Floridor golpeteaba la mesa, y en ese sonido se producía, lo que yo hasta ese momento no sabía, una enseñanza. La retórica de Floridor: hablar desde el sentido común y plantear las cosas con titulares. En el 2001 recién lo venía conociendo, cuando salía del taller de la fundación me iba caminando a casa con esos titulares en la cabeza, haciéndome toda la película. Luego soltaba, lo dejaba ir, pero no se iba. Quizás por eso desde hace veinte años cargo de mudanza en mudanza con el mismo escritorio, la misma mesa de trabajo, como si esas palabras, un simple golpeteo sobre la madera, deviniera en ley de oro.
“Cuando uno tiene un manuscrito, déjelo solito, guárdelo en el cajón y después de mucho tiempo vuelva a él, no lo saque del cajón”. Y ahí estaba yo imaginándome a Floridor en su casa con un escritorio de madera lleno de cajones, repleto de manuscritos guardados, en reposo.
Por eso cuando uno termina un manuscrito lo guarda en el cajón, y cada vez que vuelve a él interrumpiendo su tiempo de inercia, se imagina a Floridor mirándolo y diciendo: parece que no entendiste nada. Y uno vuelve a guardar esos poemas en el cajón. Floridor no se equivocaba.
Floridor nunca buscó el atajo, buscaba otras cosas por ejemplo, decir dos cosas al mismo tiempo, dos ideas que como platos de malabarista giraban simultáneamente. También se contradecía delante de uno, o más de alguna vez lo escuché haciéndose una crítica así mismo. Quiero decir que no usó una retórica asimétrica, rehuyó de la tarima e hizo del gesto cotidiano un arte.
Cuando nos leía encontraba rápidamente el poema y nos daba los titulares, porque sabía que nosotros teníamos que hacer el resto.
¿Te acuerdas que para una lectura de poesía olvidaste los lentes y tuvimos que prestarte los nuestros para que pudieras leer? Leíste tus poemas con los ojos nuestros y nosotros leímos con los tuyos. Eso es todo. El maestro es el maestro. Nosotros sus eternos alumn@s. Buen viaje querido Floro.