Supongo que con todos los artistas que alcanzan un estatus superior dentro de un país, o, digamos, dentro de una comunidad nacional, pasa algo más o menos similar. Un fenómeno extraño, donde el respeto se vuelve un tanto pegajoso, porque hay un aura, un tinte de santidad, de sacrosanto, que en buena medida lo arruina todo. Y esto no aplica solo en países con una tradición más corta y, por tanto, menos poblada de grandes figuras, como el nuestro, sino también en aquellos donde el tramado cultural, histórico, te encandila por su riqueza. Se me viene a la cabeza Camus, que en los años de la posguerra se llegó a convertir en una suerte de prototipo-modelo de intelectual a seguir. La mente lúcida de Europa por excelencia, que había que leer, que había que atender y que los laureles del Nobel no hicieron más que agudizar su proceso de marmolización. Con Parra pasaba lo mismo. Durante largas décadas pasó lo mismo. Mi primer contacto con él fue, a principios de los ’90, cuando asistí a una de sus clases de literatura que daba a los futuros ingenieros de la U. de Chile en Beaucheff. Se trataba de un curso optativo y la sala era grande, pero, aun así, estaba casi llena. Parra habló de Whitman y Darío. Al término, un grupo de unos 10 o 15 lo rodearon disparando preguntas. Preguntas básicas, simplotas; se trataba de veinteañeros con una afición por las letras más bien baja. La idea era, en el fondo, hablar con Parra, que les firmara un autógrafo. Quizá por eso, por el recuerdo de ese encuentro universitario, cuando 10 años más tarde un par de antiguos compañeros de colegio me invitaron a ir a verlo a su casa de Las Cruces, la propuesta la mastiqué durante un rato.
Tras ese encuentro –todavía en clave de groupies visitando al anciano rockstar–, se fueron sumando varios más, quizá diez, que permitieron mucho mayor cercanía y que, al fin, la rigidez y el protocolo desaparecieran y se instalara la franqueza y la naturalidad. Mientras duró la relación, el régimen de visitas, me percaté cómo Nicanor vivía un tanto apresado en medio del fenómeno que la “figura Parra” generaba en la sociedad chilena. De hecho, por momentos parecía un octogenario perfectamente lúcido y sano, llano a abrirle la puerta de su refugio costino a quien fuera, siempre ávido por intercambiar ideas, pero, a su vez, sin abandonar nunca una cuota perceptible de recelo y distancia. En el fondo, era claro que ahora lo rodeaba una cohorte de personas sin un lazo ni largo ni profundo, animadas por intenciones variadas, por lo general pueriles, ante las cuales, en cualquier caso, valía la pena mantener una actitud receptiva en atención al eventual botín. Mantener el anzuelo tirado. El freno de mano aflojaba del todo solo cuando hacía referencia a sus antiguos compañeros, camaradas, del Barros Arana, por ejemplo. De hecho tuvo una expresión de evidente satisfacción cuando le aclaré que tenía perfecta idea de quien era Carlos Pedraza, pintor de motivos florales de admirable destreza, quizá el miembro menos conocido de ese círculo de formación, también integrado por Jorge Millas y Luis Oyarzún. O cuando recordaba a Lihn. Entonces aparecía el buscador, el autor que borronea, que hesita, que vacila, que necesita compartir con otros lo que escribe para despejar dudas, aunque sea una gloria nacional.
En medio estaban los estudiadores, los exégetas, aportando con sus sacos de cemento, aportando en fabricar la figura del “Parra contador de chistes”. Mientras tanto, el Parra real, no el de los eventos, seguía creando, escribiendo textos notables. Como el “Rap de la Sagrada Familia”, tan contundente como cualquiera de sus trabajos de su época más unánimemente celebrada de las décadas del ’50 y ’60, con suficiente carga como para remecer y activar el debate. Pero, por el contrario, pasó casi desapercibido; todo el remezón lo concentró poco después una propuesta mucho menos interesante, ramplona, como la de los presidentes de Chile colgados de la muestra del CC La Moneda de 2007. Puede que ahora, a cinco años de desaparecido de escena, la excitación ambiente haya decrecido lo suficiente como para volver a concentrarse en lo importante, el aporte de esa voz dentro del concierto de voces de nuestra cultura, y dejar definitivamente atrás la agotadora y arribista aproximación al nativo de San Fabián de Alico como el “genial” miembro de “la genial familia de los Parra”.
Un comentario
Se agradece tu comentario, Pablo. A mi juicio, se trata del problema de la aproximación. El funcionario municipal, el integrante de la Agrupación Cultural y el progresista están todos aproblemados con el hecho de acercarse demasiado al fondo de la obra parriana: rechazan los procedimientos de la ciencia y se avergüenzan de las referencias académicas, y todavía más, toman para sí sólo aquellos elementos menos polémicos, es decir, los textos que coinciden con su visión de mundo además de los más «oreja». Asunto aparte es la aproximación meramente anecdótica, con la que insisten homenajear al antipoeta hablando de sus preocupaciones personales.
En lo personal, propongo un camino complementario con lo hecho hasta ahora, pero que se concentra en examinar la poesía de Parra a la luz de los temas más relevantes para la sociedad contemporánea. Al respecto, quiero aportar con un ensayo en el que se analizan los Ecopoemas, textos de Parra insertos en el sistema antipoético que definen la posición progresista que adoptaría Parra como evangelizador de la agenda verde, en tiempos de auge de las ideas deconstruccionistas en la cultura. Pienso que el pensamiento de Nicanor Parra puede orientarnos acerca de la dirección que no debemos seguir en materia de protección ambiental. Espero poder publicar en este blog.