En su libro «Ensayo sobre la poesía épica», el escritor y filósofo Voltaire, una de las máximas figuras de la cultura europea del siglo XVIII, dedica un capítulo entero a «Don Alonzo de Ercilla». Y se concentra, como es obvio, en el célebre y único poema épico que el español había escrito hacía ya más de dos siglos, «La Araucana». El francés, muy en su estilo, no tiene pelos en la lengua para desmenuzar la obra que diera la inmortalidad a aquel aventurero hidalgo. En términos generales, la trata bastante mal. En rigor, a Voltaire le parece una obra plana, reiterativa, mediocre, la cual contiene solo un pasaje de calidad, incluso de gran calidad: la arenga del cacique Colo-Colo del Canto II. El autor de Cándido la pone literalmente por las nubes. La confronta nada menos que con Homero, y la arenga que Néstor le da a Aquiles y a Agamenón en La Ilíada. Acá, la intervención del cacique resplandece, al punto de hacer ver las palabras del griego como un mero «parloteo presuntuoso». Voltaire no escatima en elogios:
«La habilidad con la que el bárbaro Colo-Colo se insinúa en el ánimo de los caciques, la dulzura respetuosa con la que calma su animosidad, la ternura majestuosa de sus palabras, hasta qué punto le anima el amor al país, cómo penetran en su corazón los sentimientos de la verdadera gloria, con qué prudencia ensalza su valor reprimiendo su furor, con qué arte evita dar la superioridad a ninguno de ellos.»
El filósofo, en el fondo, queda tan deslumbrado con la altura de la sabiduría expresada por el jerarca indígena, Colo-Colo, que remata su análisis -como dije, muy desfavorable a la obra en su totalidad- con una línea lapidaria: «Este poema es más salvaje que las naciones que lo protagonizaron”.