Chile: vocación poética por accidente

Neruda, plenamente rehabilitado, fijó su asiento, como era lógico, entre nosotros, Isla Negra. A poco andar, primero con su tumba, luego con su casa, la figura de Huidobro se suma, y no mucho después, Parra termina escogiendo un punto equidistante, Las Cruces, para completar la tríada.
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Por edad, pertenezco a una generación de chilenos que se formaron bajo el discurso oficial donde la Mistral merecía loas y Neruda ser silenciado. Me parece claro que no es que la figura de la Mistral haya recibido un enaltecimiento serio, genuino, verdadero. Aparte de un billete y preponderancia en antologías y textos escolares, la consigna era más bien hundir a Neruda, el poeta rojo, por tanto, la figura que emergía por descarte era la de la maestra elquina y había que hacer algo con ella.

Como es lógico, ese ambiente no propició otra cosa más que el brillo del aura de Neruda se intensificara, adquiriera, en rigor, tintes míticos. Su casa en Isla Negra, clausurada, prohibida, podía ser vista solo desde lejos. Fue en ese entonces que las tablas de su cerco perimetral empezaron a cubrirse con los mensajes que iban dejando los visitantes, tanto locales como de distintas partes del planeta, que desde la playa la miraban -la mirábamos- con ojos que resultaba prácticamente imposible no se cargaran de emoción y nostalgia.

Después, la historia la conocemos más o menos todos, la dictadura llega a su fin y la casa es reabierta. Justo por ese entonces, llego a radicarme al litoral. Ese país que se desentumecía y que por varios frentes parecía levantar cortina tras una clausura prolongada, de la que incluso algunos, los más antiguos, temieron no presenciar su fin. Chile recuperaba a la otra figura máxima de su panteón y nuestro litoral se convertía en una de las exclusivas sedes de la celebración. La contraparte del quehacer literario-cultural local, en 1990, reducida sí, pero en ningún caso inexistente: Jonás, desde su centro de operaciones en una vieja casona de El Tabo, mantenía un ritmo de actividad pujante, editando libritos corcheteados, no solo de su autoría, sino también de distintos autores, debutantes y más experimentados. Dada su factura rústica -pero siempre dignísima-, los libros se vendían a bajo precio. La idea era que alcanzara para todos, que la poesía, la nueva, la de las voces actuales, se abriera paso y se repartiera pródigamente por el territorio, y en gran medida el tesón de Jonás lograba su objetivo.

Recuerdo haber recibido por ese entonces en mi casa a un Mosella de barba todavía oscura. Quizá aun no se ponía a pintar los cuadros naif con motivos nerudianos que le terminarían dando cierta fama a nivel local. Lo que sí sé es que yo hacía poco le había comprado a Jonás un par de libritos y cuando Mosella los vio, pareció alegrarse y me avisó: «ahí salen poemas míos». De los varios libros hechos por Jonás –Ediciones Alta Marea– que compré en su momento, el único que parece haber sobrevivido hasta hoy es justo el que contiene la contribución poética de Mosella: «14 poetas y con sus dibujos».

Desde ese punto -revisando aquel librito de páginas perfectamente blancas y sin manchas de humedad- cualquiera de los dos podría haber hecho el ejercicio de proyectarse en el tiempo. El contexto, pleno inicio de la llamada transición chilena, era, en cierta medida, particularmente propicio para ese tipo de cálculos. Un país que hacía poco se había vuelto a poner de pie y que ahora empezaba rápidamente a recuperar el tranco. Por lo demás, en rigor, en 1990 la puesta al día iba esencialmente por el lado político, y, muy en especial, por el cultural, por lo que el juego de dar un salto en el tiempo, situarse dos o tres décadas más adelante, aparte de incontenible vértigo, no podía sino dibujarte una sonrisa en el rostro. Al menos en el de un veinteañero como yo.

Neruda, plenamente rehabilitado, fijó su asiento, como era lógico, entre nosotros, Isla Negra. A poco andar, primero con su tumba, luego con su casa, la figura de Huidobro se suma, y no mucho después, Parra termina escogiendo un punto equidistante, Las Cruces, para completar la tríada. Recién ayer, antes de sentarme a escribir estas líneas, hacía un ejercicio algo naif (como las pinturas de Mosella), de proyección en el tiempo, pero justo en sentido contrario al de inicios de los noventa. Pensaba en 1971, el año que le dieron el Nobel a Neruda, y trataba de recrear el ambiente que se debe haber vivido entonces, un poco por todas partes, pero bien especialmente en círculos artísticos, intelectuales. Ese ambiente prendido, también no poco alucinante, con este país chico, sin una tradición literaria extensa, que lograba poner en órbita las figuras máximas de la poesía a nivel mundial. Un país chico, poco poblado, perdido, distante de los grandes centros y metrópolis, más bien pobre, sin universidades centenarias y -esto es lo más raro- con una tradición poética extraordinariamente breve, consagrándose como uno de los puntos más fértiles del planeta para la generación de poetas. Chile, que nunca tuvo a un José Asunción Silva, mucho menos a un Darío o un Martí, de pronto, a poco de iniciado el nuevo siglo, parece entrar en una dinámica tan sorprendente como inexplicable, algo, es probable, muy pocas veces visto antes en la historia. Basta apenas un lapso de dos generaciones para que ese verdadero milagro se produzca y el país pase, sin escala, de la última fila a la cabeza del escalafón.

El fenómeno es raro, rarísimo, y, como digo, habría que rastrear para dar con los pocos casos similares en la historia. Por eso mismo, en lo personal no me extraña demasiado constatar que al 2020 la colección de libritos corcheteados editados por Jonás siga despuntando como uno de los proyectos de gestión y difusión de poesía más relevantes de los últimos treinta años en este territorio, que ahora los letreros anuncian como el «Litoral de los Poetas».

La poesía llegó recién hace poco más de un siglo a este país. El período de acomodo y deglución todavía no termina del todo. Lo que es, en más de un punto, natural: su llegada fue demasiado repentina, copiosa, torrencial.

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