La aparición de los “gilets jaunes” ha generado en Francia un trastorno de proporciones. Durante los primeros días, incluso semanas, el espectáculo de manifestantes que había decidido enfundarse en chalecos reflectantes como señal de unidad fue visto por muchos como un asunto que no iba más allá de lo pintoresco. Ante la efigie clásica del revolucionario “à la française” (la misma que genera todo tipo de bravuras emocionales en gente como Jocelyn-Holt), esto de hordas disfrazadas a la usanza de inspectores de autopista tenía un aire exageradamente proleta y muy poco chic. Y los medios se mostraron particularmente dispuestos a sintonizar con ese enfoque de descrédito. Luego, cuando la persistencia de esa gente de amarillo alcanzó índices de apoyo y popularidad apabullantes, se reacomodaron muy sobre la marcha las piezas del discurso.
La prensa, gran parte de la prensa, la misma que en un primer momento se había sentido muy cómoda tachando el movimiento como un asunto activado por la ultra derecha, ahora hablaba de un fenómeno inaudito (Libération ponía en portada al estatuario Macron ahogándose en una marea amarilla; Le Monde convocaba a grandes figuras del establishment intelectual a elucubrar en torno al asunto, al tiempo que consignaba que los partidos políticos, todos, del primero al último, estaban “consternados”).
En los medios digitales independientes, el debate se enardecía en torno al sucio rol jugado por la prensa. Que insistía sin asco en resaltar el carácter violento de las manifestaciones, en la conexión con grupos racistas, xenófobos… Pero en determinado momento, la balanza se inclinó: se pusieron números sobre la mesa, resultados de una, dos, diez encuestas, y todas coincidían en un respaldo muy mayoritario de la ciudadanía hacia las demandas enarboladas por los de amarillo. La contundencia de los números –sobre todo los que dan cuenta de índices de popularidad- resulta factor incontrarrestable en el archivador del profesional del business. Por tanto, los medios, los grandes medios, se inclinaron sin ambages ante los “gilets”. Ahora sus representantes, señores y señoras de edad media, con educación no más allá de un cuarto medio o algún curso técnico, siempre con su casaquilla algo percudida puesta, son invitados a compartir el set junto a periodistas más o menos distinguidos y representantes de la casta política. Hablan todos, todos opinan. Cuando hablan los gilets, nadie los contradice.
¿Qué dice el mundo?
En el resto del mundo, en Chile, también se percibe que lo que hacen los franceses puede, o de algún modo, debería marcar la pauta. En Facebook, un photoshopeo de una guillotina dispuesta por un grupito de “gilets” en el corazón mismo de París aparece, se comparte y despierta toda clase de loas por los valores republicanos. Mientras en Francia, aquellos más apegados a los libros de historia hacen un meme con un repaso de la seguidilla de las gloriosas revoluciones de antaño: de 1789 a 1871, ¿qué quedó tras cada una de ellas? El poder pasando de unas manos a otras, no necesariamente mejores, ni más dignas ni más justas. El que revisa la historia se quema las pestañas y cree encontrar una clave. “No se trata de deshacerse de Macron; se trata de reformular el sistema”.
Los académicos, los rancios peces gordos convocados por Le Monde, se soban las manos creyendo distinguir otras claves: las fuerzas en colisión en este conflicto podrían estar superando la –pese a todo- aún vigente y dominante matriz acuñada por aquellas conspicuas cabezas del siglo XIX, en particular Hegel y Marx. No se estaría tratando, esta vez, de los desclasados en busca de una mejor posición en la escala, sino de ciudadanos con la instrucción suficiente como para nutrir, más que simple malestar u odio, una profunda desconfianza hacia el sistema.
Pero ya se habla –los medios lo proclaman- de los “gilets” como una de las principales intenciones de voto en las próximas elecciones. El sistema sabe bien cómo devorar rápidamente cualquier alarde de revolución.