Nicanor Parra sobre Neruda: «se las traía Pablito»

-¿Pelear nosotros? ¿Cómo iba a pelear yo con el Pablito? -sobreactúa su espanto Nicanor Parra-. Yo le debo todo al Pablito -y deja pasar el silencio en que sé que no debo preguntar nada-. Nos hicieron pelear, parece. Esa fue la verdad. Se interpuso gente entremedio que le hizo creer a Pablito cosas que no eran. ¿Tú sabes la frase que se mandó conmigo?
escultura parra neruda
Esculturas realistas de Nicanor Parra y Pablo Neruda en Centro Cultural de La Florida.
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El premio Nobel era de otro, del Otro, de «el poeta».

«El poeta’, palabras de ese tiempo. Manda a decir esto o lo otro el poeta’. Nadie preguntaba ¿Qué poeta? ‘El poeta’ era Pablito y nadie más».

-Homero y Hesíodo, Esquilo y Aristófanes: todo poeta necesita un antipoeta, parece-se extrañaba Nicanor Parra saliendo del restaurante El Kaleuche, el restaurante de El Tabo, su cuartel general en la primera década del siglo XXI.

-¿Usted es el antipoeta de quién? -le pregunto yo.

-Del Pablito, parece -y se queda callado, buscando alguna roca en que instalarse-. No hay día en que no piense en Pablito.

El viento despeina las canas que quedan. El sol cae entre las rocas. El tono con que deja escapar eso es el de una confesión. Juro, sin tener cómo probarlo, que esta vez hay algo de dolor, algo de arrepentimiento, algo de orgullo en la voz que menciona al amigo muerto.

-Se las traía Pablito, eso sí, no0000, pucha el Pablito -y recita contra la brisa marina los más juveniles versos de Neruda:

La mariposa volotea
arde-con el sol-; a veces…
Mancha volante y llamarada,
ahora se queda parada
sobre una hoja que la mece.

-Y mira esto. Esto de aquí, mira ahora, ahora -y baja la mirada y deja correr el silencio, una ola, otra, hasta que su memoria restituye enteros los versos que quiere convocar:

Me decían:
-No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.

Era la hora de las espigas.
El sol, ahora,
convalece.

Todo se va en la vida, amigos.
Se va o perece…

-Se las mandó el Pablito, con eso. Pucha el Crepusculario. ¿Qué se hace después del Crepusculario, me pregunto yo?

Era el primer libro de Pablo Neruda. Lo escribió a los veinte años, en pensiones de mala muerte donde fingía estudiar para profesor de francés. Lo publicó en 1923, gracias a que Hernán Díaz Arrieta, el temido crítico que firmaba como Alone, le regaló el dinero para imprimirlo. Un libro que a la postre avergonzaba a Neruda, autor de otras tantas obras gigantes que Parra quería vistosamente pasar por alto.

-¿Por qué pelearon? -pregunto.

-¿Pelear nosotros? ¿Cómo iba a pelear yo con el Pablito? -sobreactúa su espanto Nicanor Parra-. Yo le debo todo al Pablito -y deja pasar el silencio en que sé que no debo preguntar nada-. Nos hicieron
pelear, parece. Esa fue la verdad. Se interpuso gente entremedio que le hizo creer a Pablito cosas que no eran. ¿Tú sabes la frase que se mandó conmigo?

Y recita con total convencimiento:

-«Nicanor Parra está a la cabeza de una maniobra internacional anti Neruda. Pero voy a dejar caer todo mi poder, que es muy grande, en la cabeza del señor Parra». ¿Tú conocías ese poema?

-¿Dónde escribió eso Neruda?

-No lo escribió nunca. Lo mandó a decir, como se hacía en esa época. La poetomaquia, te ubicas, la guerrilla literaria, que le dice la Faride Zerán.

Faride Zerán es una periodista cultural que publicó La guerrilla literaria en 1992, un libro con las historias de las peleas y polémicas entre Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha.

-Yo miro todos los días desde la ventana la tumba de Vicente Huidobro. Parece que Vicente ganó la pelea al final.

Desde el jardín de la casa de Las Cruces se ve a lo lejos el cerro de Cartagena donde enterraron a Vicente Huidobro.

-¿Y era amigo suyo, Huidobro? -le pregunto.

-Nooo, cómo se te ocurre -se toma horrorizado la cabeza-. No se podía hacer eso en ese tiempo. Si yo estaba completamente identificado con el bando de Neruda. Uno no se atrevía a cambiar de bando.

Se agarraba la cabeza del mismo modo cuando Adán Méndez le contó que la novia de Johnny Depp se había grabado sobre los músculos unos versos de Pablito. «Eso síiii, eso essss», no dejaba de exclamar, porque eso era la gloria, la única que valía.

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-¿Cómo era Neruda? -le pregunto, sin saber que es justamente el tipo de pregunta que no está dispuesto a responder porque evita como la peste las descripciones.

¿Flaco, gordo, simpático, pesado? Busco a Neruda en YouTube. Lo veo dando una entrevista para la televisión noruega, tratando de hacerse entender ante la periodista que testarudamente cree saber castellano. Es un hombre con corbata, frente a la biblioteca de la embajada de Chile en París. Los muebles no los escogió él: todo roble el salón, mullidos sillones de cuero, comodidad oficial para su cuerpo carcomido por el cáncer. Sin poncho, sin boina, sin mar, es un caballero chileno que habla de política con cuidado, con astucia, con inteligencia. Lo que más me llama la atención es la forma en que escucha, atenta. Su poesía no incorporaba programáticamente, como la de Nicanor Parra, al hombre de la calle, ni buscaba frases hechas del transeúnte del paseo Ahumada, y sin embargo ese tono nasal con que Neruda recitaba era la respiración común del señor que compra el diario en la esquina.

«Pienso que soy un poeta natural», dice Neruda en la pantalla de mi computador, explicando su relación con los pájaros y el mar. Es un poeta que no ama la naturaleza, cree que es la naturaleza. Tiene voca-
ción de volcán, de roca, de mar. Así la casa de Isla Negra de Pablo Neruda, abraza el mar. Se construyó sobre una pendiente abandonada, justo cuando terminan la playa y las rocas.

La Isla Negra, que no es una isla ni es negra, era, cuando se instaló Neruda, apenas un caserío en que todos se casaban entre ellos, produciendo hijos ciegos que se dedicaban curiosamente a tejer escenas de su vida, cuadros, recuerdos. Neruda instaló ahí una casa de piedra a la que le fue agregando alas y más alas y colecciones de mascarones de proa, caracoles, conchas, botellas de vidrio verde, caballos de carrusel y escusados pintados de flores. Un poco más abajo estaba su escritorio, en una cabaña abandonada de madera que miraba directamente el mar. Aprovechaba el refugio para dormir siesta y leer novelas policiales mientras arriba seguía la comilona perpetua, los amigos, los compañeros, las visitas nacionales e internacionales que recibía con paciencia y pasión semana tras semana. La casa de Neruda es imposible de esconder. Parra también tiene casa en Isla Negra. Es un escondite al fondo de una calle torcida, ahí donde el pueblo se vuelve barrial. No mira el mar sino a los eucaliptos que la rodean. La casa, que es más bien una cabaña, parece haber sufrido un huracán. Ahí no se colecciona nada a no ser corrientes de aire y frío.

-Tú sabes lo que me mandó a decir el poeta con Jorgito Edwards en la Isla Negra? «Tan inteligente que es Parra, lástima que se le note». Eso me mandó a decir con Jorgito Edwards que alojaba con el poeta
en la Isla Negra. ¿Sabes lo que le mandé a contestar de vuelta con el
mismo Jorgito?

-¿Qué?

-Inteligente Neruda, lástima que no se le note.

En un avión camino a Madrid, el poeta y crítico Federico Schopf me cuenta de un almuerzo en la casa de Nicanor Parra en Isla Negra, donde el invitado principal era Neruda.

-Lo sentó justo frente a un retrato de Mao -se reía Schopf, que abundó en detalles de cómo Parra había pasado la mañana entera organizando los lugares en las mesas para que Neruda quedara aislado, estratégicamente inmovilizado frente al retrato de Mao, justo cuando el comunismo chileno había lanzado una verdadera razzia contra todos los maoístas.

Quizá por eso, pensé, le resultó tan fácil a Parra traducir El Rey Lear, porque vivió en una corte con sus reyes, sus duques, sus batallas, sus protocolos y sus bufones. Toda la paranoia, todo el protocolo del mundo lo aprendió de su perpetuo vecino, «el poeta”.

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«Hay dos maneras de refutar a Neruda -dice el profesor Parra al comienzo de su discurso de recepción de Pablo Neruda como profesor emérito de la Facultad de Pedagogía y Letras de la Universidad de Chile en 1962-: una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado”.

Pero, ¿por qué refutar a Neruda en un homenaje a Neruda? Nicanor Parra, que no ha dejado nunca de ser profesor titular de la Universidad de Chile y tiene por eso el derecho y la obligación de dar la bienvenida al premiado, aprovecha la ocasión para lanzarse él también en la poetomaquia.

«Señoras y señores, yo no soy un nerudista improvisado -sigue Parra con ese discurso en el límite entre una declaración de amor y una declaración de guerra-. El tema Neruda me atrae vigorosamente desde que tengo uso de razón, no hay día que no piense una vez en él por lo menos. Lo leo con atención, sigo con asombro creciente su desplazamiento anual a lo largo del zodíaco, lo analizo y lo comparo consigo
mismo, trato de aprender lo que puedo».

Y para dar señal de lealtad lee ahí mismo, en la casa central de la Universidad de Chile, un poema que le escribió a Neruda cuando, perseguido por la policía de Gabriel González Videla, arrancó a caballo
por la cordillera y se convirtió en el símbolo de los comunistas injustamente proscritos:

«Y aquí viene un paréntesis. Tal vez en el método de combate sea, después de todo, donde estribe la diferencia entre poeta soldado y antipoeta: el antipoeta se bate a papirotazos, en circunstancias de que el poeta soldado no da un paso sin su ametralladora portátil. Por razones de carácter personal el antipoeta es un francotirador. Lucha por la misma causa, pero con un método completamente distinto, sin negar al poeta soldado, colaborando con él desde lejos, aunque su método pueda parecer ambiguo. Se cierra el paréntesis».

Se acaba al fin el discurso de Parra, todos esperan una respuesta de Neruda. Un tirón de oreja o un palmadita en los hombros. Neruda levanta su redonda inmensidad de la silla en que escuchó al delgadísimo Parra homenajearse a sí mismo. Camina hacia la testera, se pone los anteojos de carey y empieza a leer una conferencia personal y sin aspavientos sobre Mariano Latorre y Pedro Prado, dos escritores que brillaban cuando él empezó a escribir. Al final de su conferencia alude a
las palabras de Parra:

«Aquí mismo y hace escasos minutos, me ha conmovido una vez más la desbordante vocación, la prodigiosa invención con que Nicanor Parra consteló generosamente esta sala y encendió una fosfórica luz sobre mi cabeza provinciana».

Al agradecer su discurso, sitúa a Parra en el lugar que más le incomoda: el de los ingeniosos, los fosforescentes. Un científico loco, un bufón iluminado que tiene permiso para atacar a la corte siempre que lo haga entre acrobacias y rimas raras. Neruda evita el conflicto público. No escribirá nada contra Nicanor Parra. Su táctica será el silencio o, peor aún, el comentario cansado, cuando después del acto se reunieron a comer y a beber y le tocó a Nicanor recitar uno de sus últimos poemas de Versos de salón.

¿Somos hijos del sol o de la tierra?
Porque si somos tierra solamente
No veo para qué
continuamos filmando la película:
Pido que se levante la sesión.

«Yo creí que lo iba a sorprender con estos poemas -le explica Parra a Leonidas Morales, que iba a quedar encantado. Él se quedó callado, y no se quedó callado sino que después dijo: ‘Que Nicanor lea unos poemas más explícitos, porque nos está haciendo pensar demasiado'».

Eso, nada más, nada menos. Un peso completo que no quiere pelear con un peso mosca. De todas las ofensas supuestas, reales e imaginarias de Neruda hacia Parra, la peor quizá fue la de haberse negado a considerar a Parra un contrincante, a pesar de que los insultos del antipoeta se hicieron cada vez más evidentes.

«Nosotros condenamos» -escribe en su «Manifiesto» de 1962:

-Y esto sí que lo digo con respeto-
La poesía de pequeño dios
La poesía de vaca sagrada
La poesía de toro furioso.

¿Por qué no nombra a Neruda y a De Rokha explícitamente, cuando es imposible no pensar en ellos al leerlo? ¿Miedo, respeto, sutileza?

«¿Cuándo me vas a dejar pasar?»: Parra no pronunció nunca esa frase de Enrique Lihn, pero esa frase movió cada fibra de su cuerpo, explicó la mayor parte de su rabia. Pero Parra no era Lihn y Neruda no era Parra. Sabía Nicanor que tenía que enfrentar a un gigante. Neruda era una figura mundial e inevitable, a la altura de T.S Eliot, Pound, Breton y pocos más. Mover su estatua de las plazas del mundo demandaba una energía sin fin ni comienzo. Una energía que Parra se aseguró de tener. ¿No ha vivido 100 años para eso, para abandonar el siglo XX, que era el siglo de Neruda, y tener derecho a un siglo,
el XXI, para él?

Del libro de Rafael Gumucio
«Nicanor Parra, rey y mendigo»
Capítulo «Pablito» Pág. 250 a 256

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