En lo personal, el repaso histórico me sirve, me es útil, me aclara. En lo personal, me sirve, por ejemplo, de tanto en tanto recordar que en 1864, para esa ya legendaria Primera Internacional de Trabajadores de Londres, los sectores marxistas eran francamente minoritarios, una fracción secundaria, y, entre las diversas orientaciones ideológicas presentes, las de timbre anarquista fueron no solo entonces, sino durante largas décadas, las más fuertes y relevantes. La basura marxista, en rigor, empezó a entrar y a ganar popularidad tanto por medio de prácticas poco nobles, como por, quizá, esa fascinación extraña que tuvo y sigue teniendo el ser humano, esa curiosa debilidad por todo lo que presente una cara de pretendido rigor científico. Marx, tal como Onfray se refiere a Freud, tiene esa misma pretensión, altisonante, empalagosa, de querer a toda costa hacer pasar su enfoque filosófico-político no como una simple interpretación personal, sino como una suerte de principio de irrefutable lógica científica. Así muchos pretendidamente libertarios, pero en el fondo de espíritu todavía esclavo de la métrica del sometimiento religioso, cayeron ante el bulo de la «dictadura del proletariado» y sandeces similares.
También me es útil revisar cómo los movimientos anarquistas estuvieron detrás de todas y cada una de las grandes conquistas sociales de ese siglo y comienzos del XX. Y que a tal punto llegó la fuerza de ese actuar colectivo, que los gobiernos del mundo tuvieron que unirse y articular un plan en conjunto para contener ese avance notable. En 1898, en Roma se activaba la primera campaña intergubernamental contra el terrorismo, en ese entonces rotulado como «anarquía», y los servicios de inteligencia, ya con un grado de desarrollo nada menor, perfeccionaban sus métodos con, por ejemplo, la práctica del doble agente o el infiltrado. El valiente Jean Jaurés, ya algunos años antes, 1894, en medio de la creciente agitación, no dudará acusar ante la Asamblea Nacional a aquellos «anarquistas de la policía que subvencionados por vuestros fondos se transforman en agentes provocadores».
Además, como tantos de los sistemas de pensamiento fraguados en el pasado, particularmente durante el siglo XIX, el marxista ha sido quizá el que peor soportó el remezón de lo cuántico. Hasta las postrimerías de ese siglo, incluso las primeras décadas del XX, podía ser entendible el aprecio, incluso la fascinación que llegaba a despertar en algunos la aproximación crítico-filosófica de Marx. Pero, vamos, es precisamente acá donde ese bote lleva haciendo agua desde hace demasiado tiempo. Su (tan apreciada) corrección al método dialéctico hegeliano. En rigor, todo método dialéctico, de entrada, sufre un trastorno de proporciones tras la irrupción y la aplastante contundencia de lo cuántico. Y muy particularmente uno que incurre en la muy rústica pretensión de restringirse a un aspecto puramente «materialista». Gracias a lo cuántico, la materia se descompuso, perdió sus supuestos contornos, su supuesta lógica, su pretendida estabilidad y solidez. De igual manera, toda esa doctrina se volvió repentina y, sobre todo, irremediablemente antigua, añeja, obsoleta. No deja de ser curioso que todavía tantos sigan aferrados a una embarcación que no avanza ni tiene posibilidad alguna de llevarte a ninguna parte, porque hace ya hace rato se fue a pique y yace en el fondo del mar.