Desde adentro del hecho y del tiempo, desde la intimidad sustantiva y genitora de las razas trabajan los corazones poderosos; desde adentro de adentro de la historia. Su acción cardinal coincide con lo permanente y absoluto, con la voluntad de eternidad que se expresa en lo contingente y pasajero, más que con la apariencia transitoria y alevosa, más que con la periferia de lo objetivo, de lo inmediato, de la banal corteza de las cosas. Así, el gran artista rima y está de acuerdo con los hechos internos de la cultura y en contradicción con el ambiente. Vive en la eternidad más que en la historia; vive en la eternidad más que en la crónica, más que en la táctica huidera de los sucesos; vive en la eternidad y a la eternidad se dirige con calmado paso de hombre. Pero si el acto puro y esencial de su canto le distancia y le sitúa, eternamente, contra el medio, su condición humana, dramática, siempre dramática y romántica, lo ubica en el vértice de la vida.
El gran artista, el gran poeta no es valorado integralmente por su obra, sino por el aliento, por el fluido, por la presencia de su alma. La obra máxima del gran artista se sitúa por encima del suceso y del momento. Los contemporáneos del gran artista sólo escuchan el sentido de su ley profunda, le presienten, le intuyen, pero su voz se evade de la comprensión histórica, se evade del presente y del acento del presente, hacia lo eterno.
Ahora el artista doméstico, el poeta mínimo y cívico que expresa en imagen deleznable la ansiedad del hombre mediocre, el corolario cotidiano que añade a la vida práctica el pobre hombre de la oficina y la burocracia; el artista doméstico está siempre a tono con su tiempo, no como hombre, sino como artista; no como ente social y humano, sino como artista; no con su vida, sino con su obra, con el designio, el sentido, el destino y la entonación última de su obra. El hombre mediocre le aplaude, le entiende, le define, y él mismo, el hombre mediocre, se entiende, se aplaude, se define en la obra del artista doméstico. Y un perfume de laureles democráticos ciñe su himno; es el aplauso de la señorita enamorada que recita los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, es el aplauso del adolescente enamorado que recita aquello de: “Amo el amor de los marineros que besan y se van”, en actitud de apache medio Narciso y medio borracho, de podesida, es el aplauso del amigo Joaquín Edwards Bello, extasiándose frente a frente de la ramplonería nerudiana.
Singulariza a estos poetas del medio ambiente, a estos poetas a la moda, a estos poetas siempre a la moda, la maña técnica, el truco, la utilización admirable de la retórica del instante, de la poética del instante, del “acento” del momento. Son gentes astutas que efectúan la diablura del poema a la moda, con un instinto de insectos, que efectúan la diablura del verso, del himno de avanzada, en forma tan perfecta, que no sólo engañan a los demás, sino que se engañan a sí mismos, se mistifican a sí mismos, se engatusan a sí mismos, se engañan a sí mismos, con un arte de juglares listos, profundamente diestros, de antiguos y eximios pungas del espíritu. Además, administran su obra y su gloria con claro criterio de prestamistas.
Pablo Neruda desembarcó un día del año 1922 frente a mi mesa de trabajo; venía de Temuco, traía un librito, en originales: “Crepusculario”; yo había publicado, por esos momentos. “Los Gemidos” y había recibido el escarnio y el dicterio de todos los tontos de la República. Pablo Neruda formuló la apología de “Los Gemidos” en la revista “Claridad”. Yo le presenté a Pedro Prado, y allá en la Torre de los Diez, en Barrancas, Pablo Neruda obtuvo del ingenuo escritor de “Alsino” los párrafos a que alude Edwards Bello en su salutación ditirámbica. Con el aplauso de Alone, apareció “Crepusculario”. Más tarde publicó Neruda aquellos “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, es decir, la biblia típica de la mediocridad versificada. Silvia Castro y Meza Fuentes timbraron, marcaron con sus elogios, al naciente poeta a la moda. Más tarde, “Tentativa del hombre infinito”, la única obra de algún valor permanente que haya trazado Neruda; más tarde, “El habitante y su esperanza” y “Anillos”, con su fiel discípulo y apologista Tomás Lagos. He ahí toda la obra del “primer poeta de América”. Vamos a señalar el ápice de singularización, las características, valores y valencias de la poesía de Pablo cruda y, en seguida, a investigar y determinar el por qué de sus laureles democráticos.
Predomina en “Crepusculario” el versito del Darío de las “Prosas profanas”. La rima mínima responde al acento de colegio, al usado y cansado sonsonete retórico, a la entonación interna deleznable. Ni un ápice de lo inaudito y lo estupendo que aportan los grandes poetas. La versaina desesperada del provinciano alcanza allí su actitud definitiva; es el brevario de la mesocracia literaria, el evangelio de la poesía de pacotilla, artículo mostrenco y suntuario, a la vez, del barrio San Diego del arte; pequeñez de alma, pequeñez de canto. Aquella obra soberbia de estupidez, egregia de mediocridad y de banalidad alevosas, desató la lengua a la prensa mendicante y el poeta fue coronado de papeles. Yo he oído a hombres cultos y serios elogiar la pintura mediocre, la escultura mediocre, la arquitectura mediocre, la literatura mediocre, la música mediocre, el arte mediocre. Parece que el subconsciente humano desplaza su poderío, únicamente, con sentido colectivo, o sea, la cultura es siempre, siempre, un fenómeno social-racial, no un fenómeno individual, sino en los casos logrados del genio, que, en última instancia, en última urgencia, es una síntesis de lo colectivo, trabajando hacia lo cósmico. Yo he oído a hombres cultos y serios elogiar la democracia versificada de los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Gentes firmes y puras se han deleitado con aquel periodismo rimado y sobado hasta la locura:
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche”… “es tan corto el amor y es tan largo el olvido”… “escribir, por ejemplo: la noche está estrellada”…
Parece que el sonsonete doliente e inicuo balanceara aquella flojera interna y superflua, especie de sobrante del alma, residuo siniestro y obscuro de la animalidad rumiante, que arrastra el ser humano en los sótanos del subconsciente. Y así, aquel verso tonto, aquel verso bobo de demencia con su matraca malvada y asonantada, va acunando el material hospiciano, el saldo, el complejo saldo de imbecilidad bailable que posee el individuo. Sólo así se comprende el deleite bobino, ovejuno, bobina y caballar de aquel libro mediocre, ordinarísimo, sin ninguna altura, sin ninguna alcurnia, columpio de la rima externa, vieja bicicleta tuerta, de pedales en compases lamentables, sin audacia, sin figura, sin
grandeza, sin llamados universales, sin eje humano, logrado y genérico. Los discípulos de Neruda, todos los discípulos de Neruda han sobrepujado ya al maestro haciendo la misma bromita, la misma bromita endecasílaba.
“Tentativa del hombre infinito” es algo más recio y valioso. Pero existe allí el desorden romántico, a toda orquesta, el desorden romántico en la construcción y en el impulso, en el instinto, en el acento constructivo. Se ha tronchado el puente que va de contenido a continente. La expresión rota y trunca, se lamenta no expresando, no continuando el núcleo íntimo en la periferia. Y emerge el desorden romántico.
La crónica psicológica que Pablo Neruda tituló: “El habitante y su esperanza”, es equivalente a todo lo hecho en Europa, en los últimos años por todos los pastichistas y los fabricantes del lenguaje. No es el libro absolutamente tonto, absolutamente necio y ramplón, como “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Es el producto de fábrica, clásico y nítido en su calidad de producto de fábrica; es la astucia y la argucia del literato de experiencia; es la actitud mañosa y ladina de aquel que sabe que: con tres palitos y un ladrillo se arma una trampa… en la cual caen todos los ratones y los Alones literarios. “Anillos” es una colección de chistes verbales, sin importancia. Entonces, ¿qué determina, qué condiciona la nombradía de Pablo Neruda, su influencia evidente y deplorable, evidente y lamentable sobre el joven poeta chileno y aún indolatino? ¿Quiénes han escrito acerca de la obra de Neruda aquellas apologías soberbias? ¿Quiénes son realmente, francamente sus discípulos y continuadores, y quienes constituyen su público, precisamente, su público, sus lectores y sus admiradores?… Cuando don Miguel de Cervantes vivía en presidio por deudas, los hermanos Argensola eran, el uno cortesano poderoso y temido y el otro Embajador en Italia; y aquellos dos filibusteros del arte eran los poetas a la moda…
Neruda ha trabajado y va trabajando y administrando su renombre con paciencia y con cautela. A las cartas absurdas o estúpidas él contesta largos folios cordialísimos y envía poemas al admirador epistolar; poemas y saludos sentimentales. Todos los críticos de arte de Chile fueron visitados y saludados por Pablo Neruda. He ahí entonces un renombre de estafa, he ahí entonces un renombre que obedece a una gran máquina, perfectamente montada y administrada por el astuto criollo que hay adentro de Pablo Neruda; he ahí entonces un bluf comercial editado por Nascimento.
Joaquín Edwards Bello dice que no lo comprendió hasta que no lo conoció. Trabajando en el Departamento de Extensión Cultural y Sociológica, llamado de los paniaguados, por “El Mercurio”, día a día y juntos, Pablo Neruda se trabajó al buen amigo Joaquín Edwards Bello y resultó el ditirambo de “La Nación”. Es la vieja táctica de Neruda. Ni la raza chilena, en formación, ni la entidad indolatina se expresan en este flagrante y fiel servidor de la burguesía. La angustia social del mundo, el estertor de agonía colectiva y el colosal clamor proletario que circula ardiendo, por adentro de las arterias del mundo, y anuncia la nueva cultura, no conmueven al artista habilidoso, al poeta juglaresco y solapado que se esconde detrás de un andamiaje imaginario de nativo oportunista. Pablo Neruda entona la palinodia del versito surrealista, viste bien, come bien, duerme bien y todos los primeros se va a incautar sus buenos pesos, emanados de la Tesorería General de la República.