Después de mucho intentarlo, finalmente había logrado que una editorial de cierto renombre le publicara su nuevo libro. Un conjunto de relatos que venía trabajando desde hacía un par de años. En rigor, era su tercer libro. Había partido (como es más o menos habitual para un nativo de estas tierras que se aventura en las letras) como poeta, publicando un librito no demasiado extenso antes de cumplir los treinta, no poco elogiado (incluso, algún crítico lo señaló en un recuento como uno de los títulos más relevantes del año). Pero ya se había cansado de ser poeta. Su segundo libro había sido una especie de cuento largo, o novela breve, de estilo muy libre, un poco enloquecido pero nunca descompuesto, que si bien menos apreciado que su libro-debut, mereció el aplauso unánime de sus cercanos, lectores, varios de ellos, tan impenitentes como inclementes.
Ahora, entrando en los cuarenta, tenía listo su nuevo libro. Para él se trataba por lejos de su obra más valiosa, o, al menos, interesante. Seis relatos extensos de ficción, cada uno de ellos muy trabajado. Temática diversa, pero la mayoría cruzados por la contingencia. El Chile del 2010 en adelante. Había dejado de ser poeta justamente para brindarse la posibilidad (según él) de decir las cosas –o abordar las materias- más directamente, más detalladamente. Si sentía la necesidad de extenderse en la descripción casi periodística, o de informe sociológico, de las condiciones de vida de un venezolano empleado en una fábrica de cecinas en las afueras de Chillán, lo hacía, sin amarras. Por eso ahora, con este nuevo texto (que de verdad se leía con placer y de un tirón), quiso evitar que terminara siendo leído –y lo más probable también elogiado- entre un grupo de lectores claramente reducido y un par de críticos de medios independientes alternativos.
El editor se había dado cien vueltas, pero finalmente había aceptado publicarle su libro. Eso conllevaba distribución por todo Chile, incluso proyección internacional. Él no es que no durmiera viéndose sentado en la feria de Guadalajara hablando de su librito (y firmando ejemplares ante un piño de celulares en vertical tomando fotos). Más bien solo quería más lectores. Que lo leyeran. En Santiago como en Iquique, en Cochabamba como en La Coruña. Quizá sí soñaba con recibir un mail de parte de un jubilado desde una residencia de ancianos en Toledo comentándole algo de su libro, de alguno de sus cuentos. O de un estudiante de literatura de Buenos Aires, cuestionándolo, con ganas de polemizar. Ahora estaba ahí, en dirección a la oficina del editor, para cerrar el trato, finiquitar.
No más entrar, eso de que el tipo lo recibiera hablando por teléfono y le hiciera con un gesto algo histriónico de más con la mano que se sentara, le despertó una sensación extraña. Además, el tipo se alarga. Y repite, al menos dos veces: “ya, estoy con alguien, te tengo que cortar”, pero sigue hablando. Al final lo hace, se disculpa, se sienta, se inclina hacia adelante, y poniendo ambos codos sobre el escritorio, le tira: “tenemos un problema, lo de la pandemia parece que se viene en serio, no sé si te enteraste, vienen restricciones, incluso cierre de fronteras. En Argentina, de hecho, ya las cerraron y, como sabes, nosotros trabajamos fuerte con el mercado de allá. Está jodida la cosa. Se llegó a un acuerdo, entre todos los socios. Tendremos que suspender lo tuyo. Pero solo suspender, hasta que se tenga un poco más de claridad sobre este asunto.”
Tras esa reunión, nuestro escritor nunca más llegó a encontrarse personalmente con quien al fin de cuentas no alcanzó a convertirse en su editor. El tipo, el editor, se tomó muy en serio lo de la pandemia, el riesgo de contagio, se recluyó meses en su casa, y cuando se vio forzado a salir, lo hizo enfundado en látex –máscaras, guantes. Por su lado, el escritor desistió retomar las gestiones cuando la primavera propició cierto relajo en las restricciones. Bastó solo un encuentro on-line a mediados de año con el editor y ver a este aparecer del otro lado de la pantalla sentado en el living de su casa llevando puesta una mascarilla (e incluso escucharlo decir que todavía no estaba claro hasta qué punto los libros podían ser “vector de contagio”), para abortar.
El libro finalmente se publicó, en un sello tan independiente y alternativo como cualquiera de los otros donde había publicado sus anteriores libros, y circula en una órbita igual de restringida. Sumó, eso sí, al texto original, un nuevo cuento, el séptimo. En este aborda su experiencia fallida con una editorial “grande”. No se aguantó. El caso presentaba aristas sabrosas. Ese cuento, de un hiperrealismo un tanto asfixiante, bien puede que sea el mejor del libro.