El derecho al patrimonio en San Antonio

Antigua plaza de San Antonio - Archivo Revista Bulevard
El llamado “Día del patrimonio en casa” me ha hecho reflexionar y quizás sea eso lo más valioso que nos ofrece la contingencia en términos patrimoniales, el repensar qué es aquello que nos identifica. Porque entiéndase: todas las personas somos portadoras y generadoras de patrimonio, sin necesidad de que alguien lo decrete, de allí que la gran verdad instalada por el movimiento patrimonialista ciudadano es que “el patrimonio somos las comunidades”.
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Entre mis patrimonios más preciados –hay varios más, la verdad- hay algunos que merecen especial atención. Uno de ellos es la hora del agüita caliente y la masita dulce, que sucede una vez terminado el almuerzo (incluso el postre) cuando casi ya se terminó la faramalla de la mesa y la interminable lavada de loza. Es en ese momento en que las mujeres (mayoría total en la familia) nos comenzamos a mirar y no faltará la que, avisando o no, ponga el agua para el té, café o la hierbita que acompañará el pedacito huacho de queque, las galletitas escondidas, el cuchareo del dulce de mora o lo que haya. Es ese momento informal y formal a la vez donde, pienso, las generaciones de mujeres se van trenzando, haciéndose parte de la conversa de las tías, madres, abuelas, hermanas, sobrinas y hasta la bisnieta, riendo y secreteándose al vapor de la taza. Es un hábito que nos identifica, nos reúne, nos construye en ese todo que llamamos “las Flores”. 

Entre los tangibles, cuento un objeto muy sencillo: el cierre de la cabaña antigua. Cuando hubo posibilidad de tener una nueva casa en la cordillera, una donde hubiera cama para todos, la vieja casita roja, que no era más que un agua con una separación entre comedor y la gran pieza donde dormíamos juntos, esa ranchita construida comunitariamente por los socios de La Rufina, al igual que todas las otras cabañas, pasó a mejor vida. Alguien lo rescató y me lo pasó y de alguna forma sentí que me entregaba un tesoro, pues era la entrada a un lugar de sueños, de recuerdos, donde aprendimos a ser adultos sin perder la capacidad de maravillarnos con lo simple. Ese viejo cerrojo está guardado para cuando pueda ser puesto nuevamente en algún lugar que esté a la altura.

El llamado “Día del patrimonio en casa” me ha hecho reflexionar y quizás sea eso lo más valioso que nos ofrece la contingencia en términos patrimoniales, el repensar qué es aquello que nos identifica, marca nuestro paso y queremos proyectar al futuro como la herencia emocional (cultural) que legaremos a los que vienen. El término herencia cultural es lo que más se acerca a lo que identifico-conceptualizo como patrimonio, ese baúl de saberes o de objetos que encierran saberes y que portamos donde sea que vayamos. Porque entiéndase eso: todas las personas somos seres portadores y generadores de patrimonio, sin necesidad de que venga alguien y lo decrete, de allí que la gran verdad instalada desde hace algunos años por el movimiento patrimonialista ciudadano es que “el patrimonio somos las comunidades”. 

Pero ¿cómo aterrizar al trabajo cultural y territorial estas disquisiciones para que no se queden en eso? ¿cómo se hace para encontrar la punta de la madeja y comenzar a tejer? ¿tiene punta la madeja o son incontables hilos que se entrecruzan? Son preguntas que me hago repetidamente desde que llegué a habitar este litoral sinuoso y desde que este litoral ha comenzado a habitarme, cambiando mis prioridades, mis hábitos de consumo, mis horas de ocio, mis vistas por la mañana y antes de dormir. Habitamos el territorio, pero el territorio también nos habita de formas a veces imperceptibles. 

“Siempre que hemos hecho algún proyecto acá en Cartagena resulta súper bien, con la demás gente de la costa también, pero con la gente de san Antonio Siempre hay problemas, siempre están todos peleados”. Me dijeron eso alguna vez y pensé: es tan cierto. En el puerto la gente te increpa, más bien, es como que te exhorta, se defiende antes de la agresión (que nunca ocurre, incluso). Lo he pensado harto. Pero claro, “el primer puerto de Chile” o “la comuna puerto” y demás denominaciones de ese tipo para una ciudad emplazada a orillas del mar, en la cual el habitante prácticamente no tiene contacto directo con el mar, porque donde lo había, la llamada playa de Llolleo, vino el tsunami en 2010 y arrasó con todo, y hoy el mega puerto amenaza con quitar lo último que va quedando vida (VIDA) junto al mar. En el puerto bohemio de Roberto Parra y la Negra Ester es difícil ubicar dónde quedaba específicamente el Luces del Puerto, pues por años aquel sector ha sido sitio de demoliciones –humanas o terremotísticas-, de pobreza, de pequeños negocios que viven a medio morir saltando después de que el mall aplastara demoledoramente el pequeño comercio. 

Mall emplazado en pleno puerto, quitando toda la vista a la bahía, junto donde alguna vez se ubicó la verdaderamente hermosa estación de ferrocarriles de San Antonio. Justo al lado de la Caleta Pacheco Altamirano, nombre señorial para un histórico lugar donde el reconocido pintor Arturo Pacheco Altamirano, oriundo de Concepción, se instalaba a retratar el litoral, y que en 1965 el municipio declara Ciudadano Ilustre, designando con su nombre a la caleta de pescadores. 

Ciudad que en su antigua plaza -nótese que San Antonio no tiene plaza de armas a la usanza española, pues todo ha crecido inorgánicamente, dicen algunas personas, trepando cerros y tomándose lo que el puerto no use- contaba con una pileta regalada por los canteros de Lo Gallado (si eso no es patrimonial, no sé qué más podría serlo), y que en 2016 fue retirada para dar paso a la actual remodelación. Para qué vamos a repasar en este momento todo el tema –que da para una tesis completa- de los sitios de memoria y la cicatriz indeleble y ensangrentada en la memoria sanantonina. 

Pero claro, he oído también, que esto pasa en las ciudades puerto, donde todo gira en torno a la actividad portuaria y el resto –como decía antes- trepa los cerros como puede. Esquirlas, por cierto, quemantes de un país largo como serpiente y una promesa de regionalización nunca cumplida. Porque tener que irse del terruño para acceder a educación superior,y después regresar y no tener dónde ejercer, también es una injusticia y una violación al derecho de cada persona al patrimonio. Por eso que desarrollo, patrimonio y cultura no sean conceptos que podamos trabajar por separado. Pero es difícil hablarle de puesta en valor del patrimonio al habitante de San Antonio cuando –por angas o por mangas- por razones naturales o humanas-políticas, mucho de lo que resultaba identitario, esa herencia cultural-emotiva, ha desaparecido. Si no fue el terremoto del 85, fue el de 2010, o fue el hombre bajo la promesa del mentado progreso. “Hay olor a progreso”, se dice, cuando la tarde roja ve caer el sol y salen a bailar los hedores de la actividad portuaria. 

Y sigo sin respuesta, pero teniendo en la piel la reacción defensiva de la gente. Los intentos desde la institucionalidad por asumir el tema patrimonial con esta dificultad previa. Gran e insoslayable dificultad previa. Asumiendo el imaginario mediático patrimonial del puerto bohemio y el litoral cultural, que sí existe, pero con matices a veces ignorados, con temas propios, en un territorio específico y en un tiempo que es ahora. Que no espera a que se tenga la infra apropiada para recibir a los turistas de los cruceros. Súmate con el hashtag #DíaDelPatrimonioEnCasa, que cosa más vacía cuando se ha promovido la idea de cascarón patrimonial, en fin, me sumo pero intentando develar qué es lo que los hombres y mujeres de San Antonio quieren rescatar, poner en valor y proyectar como su más preciado patrimonio.

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