A quien guste:
Me he «formado» como psicoanalista desde que conocí a Freud a finales de mi época escolar, siendo un proceso atravesado por el acatamiento infantil y la rebeldía adolescente del autodidacta.
Desde los inicios recuerdo las palabras de mi madre, psicóloga de profesión, aunque no muy devota a la enseñanza analítica, y son claras hoy para mi las razones de esa resistencia, «ten cuidado cuando atiendas a gente más humilde, de esfuerzo, tu sabes que el psicoanálisis es una disciplina en la que se requiere ser más inteligente para los insight, por ejemplo, con ellos tienes que ser más básico»
Esta frase caló hondo de muchas formas. Como era habitual en mi madre, su forma castradora iba aparejada de un comentario adulatorio a mi intelecto, un reconocimiento de mi grandiosidad mental, pero que debía ser mantenida a raya por su potencia, algo así como «sé de tu capacidad para proliferar, pero no la ocupes, no será tolerada». Fusión y confusión.
Hediondo a edípico por todos lados sin duda, pero quiero tomarlo desde otra arista, igualmente condescendiente, enfermante y regresiva que mi vivencia personal. Me refiero a las tendencias de las élites académicas y aristócratas a tener dentro de sus arcas intelectuales el conocimiento, la vivencia compartida del saber, la palabra liberadora de la sujeción de la ignorancia por una nueva y más transparente sujeción al tejido social democratizado, la entrada a la represión gracias al desacato de la opresión (que lleva consigo el germen de lo antisocial y la violencia; germen indeseable).
La dificultad de mi madre de poder decir sin eufemismos «pobres» o «ignorantes», e incluso calificativos más deslenguados habituales en los círculos donde se practica el deporte del roteo (pienso en la película Machuca), me da cuenta de la pretensión represiva y represora del saber, y en particular del psicoanálisis, de cierto psicoanálisis al menos.
Ella, sin ser psicoanalista, pero si una heredera de la tradición pequeño burguesa, debe haber sentido agudamente la resonancia que provocaron internamente las palabras escritas y habladas de los maestros que intentaron transmitir a ella mi disciplina madre, ahí olfateó, imagino, el aroma latifundista y endogámico de quienes ostentan con orgullo el supuesto saber.
Cuando escucho a colegas, pecho inflado mediante, hablar de la potencia de la escucha analítica en encuentros de psiquiatras y analistas con egos sobajeados, revisando logros, enumerando curriculums históricos, pero sin siquiera rozar ahí los graves problemas que ocurren afuera mismo de este auditorio (escribo mientras estoy en una sala docente de un hospital psiquiátrico universitario), como la psiquiatrización de la vida cotidiana o las imposibilidades de escuchar la locura, vuelvo a escuchar las palabras de mamá, vuelvo a escuchar la sutileza de su castración seductora; el cruce de miradas incestuosas y de idolatría que detrás esconden el temor a perder las riquezas intelectuales de nuestras arcas, a perder lo que hemos acumulado, a perdernos el uno al otro. «Tu potencia me pertenece» serían las palabras del sometimiento de la institución-madre.
Yo hoy escucho pacientes, a todo paciente (al menos trato de hacerlo), con toda la potencia que mi cuerpo me permite. La agresividad y calidez de mi escucha se dirige indistintamente a todo sujeto, trato de plasmar la ética freudiana en todo instante, entender lo Inconsciente como una materialidad irracional y simétrica, un Ello que no tolera temporalidad y espacialidad, ni menos algo así como una mente que pueda contener o ser destruida por la misma potencia de mi existencia. No quiero afirmar algo tan grandilocuente como que el psicoanálisis es un arma de la revolución, solo quiero sostener que no debe necesariamente ser un lacayo de lo pequeño burgués y de la burocracia.
Mis pacientes hoy llegan para revivir en la transferencia algo de lo indecible, del «objeto a» diría Lacan. Mi escucha no puede hacer menos, honrar la regresión con lo más genuino que tengo, una existencia que busca incansablemente emerger en la fisura que se abre dolorosamente entre la seducción y la castración.
Gracias a quién haya hecho los intentos, al final exitosos y a pesar de mi renuencia, de castrarme.