Del libro "Nicanor Parra, rey y mendigo" de Rafael Gumucio

«Las cartas sobre la mesa»: Parra y Jodorowsky

Alejandro Jodorowsky cuenta algunas anécdotas de su relación o antirelación con Nicanor Parra, relatadas bajo la pluma y el cedazo del periodista Rafael Gumucio.
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«Con Jodorowsky -cuenta Enrique Lihn en un resumen de su propia vida en su biografía literaria de 1981- conocimos a Nicanor Parra -17 o 16 años mayor que nosotros (…). Parra fue seguramente el punto de referencia, y casi único, que adoptamos en el espacio cultural viviente -más acá de los libros- Jodorowsky y yo, para medir el alcance de nuestras respectivas, digamos, personalidades artísticas. Como éramos amigos suyos y no alumnos ni discípulos, nuestra relación con él incluyó la discusión y desechó la imitación. Muchas de las cosas que, por ese entonces, se hacían en Chile, las dejamos injustamente de lado -pero es justo que así fuera- porque los jóvenes son excluyentes y facciosos».

Sin decirlo claramente, Lihn sugiere que Parra lo hizo desechar demasiado pronto a Gonzalo Rojas, a quien conoce en la primavera de 1948 al mismo tiempo que a Parra en el jardín de la casa de La Reina, en la calle Paula Jaraquemada.

Lihn tiene 22 años, acaba de publicar un libro, “Nada se escurre”, y estudia pintura en la escuela de Bellas Artes. Luis Oyarzún, decano de la escuela, se toma el tiempo de presentarle a Parra y Rojas, sus compañeros de internado, los dos poetas más prometedores de ese tiempo. Lihn llega sin sombra de timidez o cuidado. Se encuentra con dos profesores de corbata, Parra profesor en la Universidad de Chile, Rojas en el Liceo de Hombres de Valparaíso. Los dos rivalizan en rimas y chistes campesinos. Rojas es grande y rubicundo, redondo, ligeramente alemán aunque nacido en Lebu, en la costa de la octava región. Nicanor Parra es delgado, entre mulato y mestizo. Parra frecuenta el círculo nerudiano. Rojas, el de La Mandrágora, amigos de Huidobro. Miden sus fuerzas y, aunque casi inéditos, casi desconocidos, no le cabe duda a Lihn de que son los que siguen, después de que Neruda y Huidobro “los dejen pasar”. Rojas cita al conde de Lautréamont y los apocalípticos Cantos de Maldoror. Lihn nota como Parra cambia discretamente el tema para volver a la poesía de las matemáticas.

No lo dice abiertamente, pero deja entrever que no conoce casi nada de Lautréamont. Eso atrae inexplicablemente a Enrique Lihn, que como los poetas de su edad y condición conoce los Cantos de memoria. Parra viene de otra parte, es profesor de física, en vez de ir a París está por irse a Oxford. En vez de estudiar las convulsiones de la Nadja de Breton está interesado en el folclore y en la crónica roja de los diarios.

Lihn sospecha esa tarde que Rojas podía ser un gran poeta, y el libro Miseria del hombre que acaba de publicar ese mismo año lo prueba, pero que Parra es otra cosa. Sorprendido de que exista alguien así en Santiago, Lihn aparece unos días después en la casa de La Reina, acompañado de Alejandro Jodorowsky, un joven aprendiz de mimo que usa un traje quemado en un incendio que casi se lleva la tienda de calzones de su padre. Parra no repara en el extraño atuendo, ni en su pálido rostro, ni en su pelo furioso. La conversación fluye como si hubieran sido compañeros de curso del Internado Barros Arana. El profesor Parra les habla de Wittgenstein, que dijo «de lo que no se puede hablar hay que callar». Habla de versificación, de rimas asonantes, de poesía goliardesca o de la genialidad de su hija Catalina, de seis años, autora del siguiente verso: “Un pez que nada en sus aguas propias». «¿Qué se hace con un verso así? ¿Qué se hace?”. El mismo ritual de paso por el que pasé yo, por el que pasaron Pato, Matías, Adán, Alejandro Zambra.

-Fue mi primer maestro -me confirma Alejandro Jodorowsky en el hotel Ritz de Barcelona.

Mercedes Casanova, una amiga mía y suya (y nuestra común agente literaria), me ha llevado hasta allí. Lo vi atender a varios fieles que lo escucharon casi sin respirar en una sala del Triangule de la avenida Diagonal. En una hora y media descubrió que la verruga de una persona era un feto no nato. Diez segundos después le dijo al hijo de un desaparecido argentino que tenía que conseguir que sus amigos lo secuestraran y cambiarse de nombre para empezar de cero en otra ciudad. En seguida le ordenó a una mujer enamorada de su padre italiano que se limpiara la vagina con el agua en la que hervían tallarines.

-Parra, mira, fue esencial… -se da vuelta hacia mí con esa sonrisa de grandes dientes de roedor y esas cejas terribles de felino-. Yo tuve un padre aplastante, competitivo, entonces tuve que buscar arquetipos paternos que me llenaran ese hueco. Hay que encontrar el arquetipo paterno y lo encontramos en esa época en Parra, porque estábamos con Neruda hasta aquí -y su pequeña mano blanca sobrevuela su cabeza también blanca-. Estábamos locos de poesía en ese tiempo. «La poesía es un acto», leímos con Enrique Lihn en un libro. ¿Tú lo conoces?… Enrique Lihn, un poeta chileno que murió, un poeta fantástico. Él y yo decidimos un día caminar en línea recta, sin desviarnos nunca. Caminábamos por una avenida y llegábamos frente a un árbol. En vez de rodearlo, nos subíamos al árbol para proseguir nuestra conversación. Si un coche se cruzaba en nuestro camino, nos subíamos encima, caminábamos sobre su techo. Frente a una casa, tocábamos el timbre, entrábamos por la puerta y salíamos por donde pudiéramos, a veces por una ventana.

Las pequeñas manos de Jodorowsky giran en el aire y vuelven a mí, con su gestualidad de prestidigitador.

-En eso llegó Parra, que era inteligente, un poeta con humor, cómico, formidable. Entonces se convirtió en nuestro gurú, en nuestro guía en esa época. Nos dio a conocer a Wittgenstein, al círculo de Viena, el diario íntimo de Kafka. Tenía una vida sexual muy sudamericana, además, que nos impresionaba mucho.

-¿Qué es una vida sexual sudamericana? -pregunta Mercedes, que acaba de separarse de un marido argentino.

-Los sudamericanos se vuelven locos con las rubias. De vez en cuando, Parra iba a Suecia y regresaba con una sueca. Nos fascinaba verlo junto a una rubia despampanante… Luego, se divorciaba. Volvía a Suecia y regresaba con una nueva criatura. ¿Quieres saber algo de ti? -y me muestra el mazo de cartas del Tarot de Marsella que lleva consigo a todas partes-. Pregunta, pues, pregunta. Esto yo lo hago gratis todos los miércoles en un café de París. Hay cola de gente. La Violeta, Violeta Parra, la hermana de Nicanor, fue la que me enseñó que algunas cosas había que hacerlas gratis. Ella grababa a las tres de la mañana en París sus canciones por nada, solo para que quedaran. Una mujer extraordinaria, ella. La conocí en París cuando yo estudiaba mimo con Marcel Marceau, que me robó como cinco rutinas completas.

Fuimos muy amigos con Violeta. Ella me pone en las décimas… ¿Tienes tu pregunta? -me vuelve a mostrar el mazo de cartas- ¿Eso quieres saber? ¿Si te vuelves a Chile o te quedas aquí? ¿Eso quieres preguntar? Chile, país pasillo. Mira la forma que tiene en el mapa. Todo en Chile es vertical. Tiene arriba y abajo, no tiene nada a los lados… A Nicanor Parra lo conocí antes de conocerlo. ¿Les conté la historia? Es bastante impresionante. Cuando leí «La víbora» quedé tan impresionado que hice un títere de Nicanor Parra. No tenía su foto, no sabía cómo era, lo hice como lo imaginaba, como lo contrario de Neruda. Estaba enamorado yo en esa época de Stella Díaz Varín. ¿Tú conoces a la Stella Díaz Varín?

-Sí, es amiga de una amiga mía, la Claudia Donoso, novia de Lihn, justamente -digo y veo en un flash a Stella Díaz en un pasillo oscuro de un bar de Bellavista, blanca y gruesa, su melena roja domesticada por el sudor, mostrándome su gigantesco puño, advirtiéndome con su vozarrón incontestable: «Me quieres o te pego».

-Estela me hablaba de Nicanor siempre. Era su maestro. Yo estaba loco por ella. Un día decidí esperarla en el Café Iris, trayendo escondido en el pecho el títere de Nicanor Parra para la Stella. Un títere de cómo me imaginaba a Nicanor Parra, porque no lo conocía todavía. La esperé. Pedí una cerveza. A las doce y media pedí otra. Ebrio y triste la vi entrar con un hombre más bajo que ella, con cara de boxeador y expresión de roto mal gestado, como decíamos en Chile por ese entonces. Ella y él, satisfechos, sonreían. Me puse furioso. Metí mi mano bajo el chaleco, saqué el muñeco y lo lancé en la mesa. «¿Cómo andas con ese roto de la Vega, Stella? Merecerías andar con un poeta de esa dimensión y no envilecerte con piojentos», y le lancé el muñeco de Nicanor Parra a la cara y me fui. Stella corrió detrás de mí y me devolvió a la mesa. Creí que el boxeador insultado iba a darme puñetazos, pero no. Con una sonrisa me tendió la mano y me dijo: «Te agradezco lo que has dicho. Soy Nicanor Parra y la mujer que me inspiró a escribir el poema ‘La víbora’ es Stella». Impresionante, ¿no cierto?…

Los versos que Nicanor la habría dedicado son estos:

Apasionada hasta el delirio no me daba un instante de tregua,
Exigiéndome perentoriamente que besara su boca

El tiempo no perdona a nadie. La Stella terminó lavando con el shampoo más barato su pelo rojo en el lavatorio de su minúsculo departamento de la Villa Olímpica. Todo lo que le quedó del esplendor fue un puñado de periodistas y poetas adolescentes que querían ver a «la víbora» fumar y maldecir en un banco cualquiera frente al Estadio Nacional.

-A ver tus cartas… a ver -termina de mezclar y posa con gestos delicados los arcanos, las copas, los mazos,

las monedas de oro.

Levanto la vista hacia la cara del sicomago. El maestro que ha recorrido todas las religiones y sectas recolectando frases. El sabio, el actor, el payaso que salva vidas. Todo eso es también un poco Nicanor Parra. El lector del Tao y del Código de Manú. El que lee Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda, y las toma en serio. El ecólogo, el de las variables ocultas que derrite a las mujeres semi hippies que van a verlo. Jodorowsky es una posibilidad que el propio Parra aleja de él cuando se acerca demasiado, volviendo bruscamente a hablar de la versificación hispánica comparada con la inglesa, la traducción de Hamlet, la guerra contra Neruda, todo lo que Jodorowsky llamaría la neurosis literaria.

Miro las cartas sobre la mesa del hotel. Es como si Lihn y Jodorowsky, sus alumnos del año 51, se hubiesen divido la herencia del maestro: Kafka para Lihn, el Tao para Jodorowsky. Wittgenstein para Lihn, las variables ocultas para Jodorowsky. La seducción del payaso para Jodorowsky, el incendio perpetuo, el circo en llamas para Lihn. Para Lihn la muerte temprana. Para Jodorowsky la vejez infinita y las novias cada vez más jóvenes.

En 1951 parecía que la cosa era al revés, que Parra le había encargado a Jodorowsky la muy seria y literaria labor de pasar en limpio y editar sus cuadernos de notas de Oxford y a Lihn la de ser su ayudante en el Quebrantahuesos, el diario mural a partir de recortes de prensa que colgaron en un muro del Naturista, un restaurant medio vegetariano de moda por entonces. El Quebrantahuesos, un nombre que seguro se

le ocurrió a Nicanor Parra, el único que podía saber que se le atribuía a esa ave de carroña la muerte de Esquilo: el ave, que come los huesos que dejan las demás aves carroñeras, deja caer la carcasa de una tortuga

sobre el poeta trágico, matándolo de manera cómica. ¿Cuándo y cómo se invirtieron los destinos? ¿Cuándo Lihn, que tenía todo para irse del «horroroso Chile», se quedó? ¿Cuándo Lihn, ese actor nato, se convirtió en un hombre de letras? ¿Cuándo Jodorowsky, ese neurótico de tiempo completo, se hizo terapeuta, vidente?

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-No voy a ir a ver más a Parra-dice de pronto Jodorowsky rebarajando las cartas de su tarot de Marsella-. La última vez que fui, le dio con que los que no tienen sangre indígena no sirven para nada, que aquí hay que ser mapuche, que los mapuche son los únicos que saben la verdad. Le dio con eso, una y otra vez. Para eso yo no hago el viaje.

Parra estaba escribiendo su «Discurso sobre Juan Rulfo» en 1991 cuando Jodorowsky volvió a Chile después de muchos años de ausencia. Parra buscaba cómo convertir a Rulfo en una metáfora de Parra. Pensaba

mestiza estaba la clave que podía unirlo con el autor de Pedro Páramo. Jodorowsky tuvo la mala suerte de topárselo en ese momento. No le importó a Parra que llevaran décadas sin verse. Enemigo de cualquier nostalgia, habló de lo mismo que hablaba con cualquiera de los que lo visitaron esa semana.

-Ahora sí -tira los arcanos, las copas, la lluvia de monedas sobre la mesa- este es Chile, este es España. Posibilidades por aquí, lazos por acá. La luna, el ermitaño, las copas, mucho oro, mucho oro.

Miro ese mapa de mi destino sin poder seguirlo: ¿Cuál mazo era Chile y cuál era Barcelona? No me atrevo a preguntarle a Jodorowsky que, satisfecho, devuelve los dos grupos de cartas a la misma baraja.

-¿Está claro? ¿Te ayudó? -me pregunta.

Sé lo mismo que sabía antes: que la decisión la tengo tomar yo, que sea lo que sea va a estar equivocada.

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Un comentario

  1. coctel de semihechos con intento irointe de gente informada, yoismo pa variar e intrascendencia ociosa. pero confieso lo he leído, estoy culpable.

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