«El Resplandor Original» (2021) de Álvaro Ruiz: El canto aventurero, cuando la poesía no es la luna

Ser hispanoamericano, sentirse chileno y amar el territorio sudamericano como propio habiendo nacido en Canadá, pareciera habilitar al autor en la constante frecuencia del que retorna, pero que a la vez es un visitante atónito, maravillado del suelo y su cultura.
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Decirlo todo, hacer del poema el oficio, volverse lengua, alcanzar aquella huidiza presencia tras las palabras, de vez en cuando someter incluso al mismo lenguaje en la implícita sed de las apariencias cuando decimos “poeta”, insistir de manera transparente y generosa en su cosmovisión donde hasta el infinito es geométrico, hablar del cuerpo que escribe que escribe, enunciando la aldea y las calles desde la distancia, y cercano a los ríos como serpientes azules que dan al mar, con el horizonte al alba al pie de las colinas, el sol incendiando sus ojos, incluso los astros permitiéndole el rito, ser el otro, la fe del penitente, las vírgenes y el monje, la grafía de las estaciones a sus pies tras la materialidad de la experiencia en tránsito, la soledad como felicidad y suplicio, pero sobre todo volverse autóctono, sostenidamente, en la búsqueda del habitante primigenio que no dejamos de ser, para maravillarse con los ciclos de la tierra y del lugar donde se vive y cómo se vive, todo esto, permanece y persiste en la antología poética El resplandor original (2021) de Álvaro Ruiz Fernández (Ottawa, 1953).

   Ser hispanoamericano, sentirse chileno y amar el territorio sudamericano como propio habiendo nacido en Canadá, pareciera habilitar al autor en la constante frecuencia del que retorna, pero que a la vez es un visitante atónito, maravillado del suelo y su cultura. Por ello, su voz lírica siempre en trayectoria mantiene la calma de quien se sabe independiente, pero parte del mundo. De esta manera, el sujeto hablante que funde pareciera estar viviendo siempre la constante sorpresa de quien percibe por primera vez lo que viene y va. “En esta estación vi la luz del horizonte / y en el tren que se marcha / la nostalgia de aquello que no regresa” (p. 117). Desde esa óptica, el sujeto que siempre está en movimiento no deja de estarlo si se localiza en un punto fijo. “(…) [Caminante inmóvil que es memoria genética / Por senderos imaginarios hacia el logro” (pp. 146-147). Y en esto radicaría su “decirlo todo”, anclarse al lugar a través de la galopante y confusa memoria —como Ruiz la nombra—, tensionando las raíces y el instinto con la capacidad necesaria para desprenderse de todo, abandonado al silencio para retomar los símbolos y los despojos del sufrimiento. Porque sabe que la suya es la historia del labriego que resiste, la del último aliento que se inclina hacia el fondo de su tiempo interior.

   En sus poemas, el poeta hablante es un desapegado del orden establecido, de la existencia atada a un lugar en un tiempo cotidiano, no obstante, está comprometido con el dolor. Cabe decir, Ruiz y aquel sujeto lírico son el mismo, (con)fundido en la certeza de abrazar un destino incierto. En esto radica el valor de su canto aventurero, porque, al ser consciente del momento extraordinario que vive, supera la norma que rige toda aventura: desconocer que se es parte de ella.   

Tiemblan mis circunstancias

Translúcida presencia cristalizada en cada súbito recuerdo

Sopla la brisa sobre el desierto de la esperanza

Largos los puentes que cruzan los extremos

Oh ciudadanos de la niebla

Confidente es ella, en silencio, bajo la gran bóveda

de todos mis secretos y todas mis urgencias

                                                                                   (p. 71)

   Así, a través de su obra lírica se puede asir al sujeto “común” que carece de perfección, que no alcanza a cumplir lo que profita, que se sabe prescindible, mal gastado y parte del desorden en que la humanidad se encuentra, superada por un modelo ajeno que la mal gobierna. Pese a esto, en su canto no predomina el rechazo a la realidad externa, tampoco la evasión, sino el gusto por lo primitivo, que Ruiz concreta al situar al sujeto poético en la “primera escena” del pasado remoto desde donde proyecta un depurado contenido ideológico a través de la rudeza lárica con que su nostalgia opera.

   Con todo, si se considera esta antología representativa de su proyecto creador, a lo largo de sus poemarios más relevantes se pueden distinguir cuatro estaciones que definen sus afectos:

Otoño y admiración: Dieciocho poemas (1977). El canto es iniciático para dar con la poesía como aquello que siempre intentará definir y responder, maravillado con cada huella dejada por el tiempo en la memoria. Los días no se suceden, sino que caen. El sujeto es parte de un paisaje lejano que lo sacude haciendo temblar sus palabras, disolviendo aquello que no es parte del suelo, su inocencia. Su cuerpo es un árbol que al quedarse sin hojas deja al descubierto sus raíces hacia las que se dirige.

Invierno y conmiseración: A orillas del canal (1982), Es tu cielo azulado (1989) y Casa de barro (1991). El escalofrío comienza a recorrer la silueta, es un espanto del que no pretende huir, sino enfrentar. Ser el testigo imposible implica abrir los sentidos hacia el frío azulado de la sociedad a la que pertenece. Sabe que su miseria es compartida, pisoteada, agujereada y los cadáveres flotan como barcas de un lejano vate ausente. Sabe que al poseer la palabra tiene un deber, rescatar una verdad oculta y desesperada bajo la nevazón que desinforma, adultera, manipula, “sobre las aguas que nunca fueron” (p. 28). El árbol muere y no hay certeza alguna. Desde el poemario Es tu cielo azulado los muertos personales han quedado atrás y desde el silencio hay una clara decisión que confirma: romper la línea del artificio pues hay una patria muerta. Por lo que debe armarse de valor y volver a pisar las calles entre puñales que marcan el territorio, que signan el comercio, que entierran los valles y secan los suelos. Así lo expresa quien pretende seguir adelante en el poema “El portaestandarte”:

                        Oh visiones que traen las voces y el hálito de los muertos

                        No conspiréis cuando reverberan mis ilusiones

                        En los espejos de tan arduos días.  

                                                                                   (p. 69)  

   El Chile que representa en sus poemas viene de morir, y su canto aventurero es la forma de abrirse paso entre la nieve bajo la cual todos murieron.

Mi canto no es canto sin la conjunción de los astros

Cada palabra retrocede e ilumina el origen

Pierdo el sentido y en esta pérdida ya no hay dolor.

                                                           (p. 81)

   Su hermana, sus amigos y seres queridos, que probablemente representan además cuales tropos la ausencia de los desaparecidos, van quedando atrás, en la memoria de “esta tierra pálida y enferma”, como versa su poema “Visión”. Por lo que, en este periodo, va plasmando aquello que va quedando en su interior y en sus raíces, aquello que se resiste al avatar de los sucesos: la fortuna de hallarse con vida, aunque se encuentre devastado.

Primavera y devoción: La virgen de los tajos (2001), Cola de gallo (2010). Esta es su estación más fecunda y que destaca en su relevante trayectoria, porque denota la conjunción de todas sus voces poéticas y la aventura como un fluido que posibilita rupturas y vaivenes estéticos. El sustantivo, abandonado a su potencia connotativa, adquiere la fortaleza de una memoria propia que retorna para reconstruir un diálogo constante, evidenciando la identidad guardiana del poeta, la madurez del golpe certero que cincela el cuerpo letrado y nativo. Devela el mal que le aqueja, la desesperación que no ha dejado de oprimir, pero también la benevolencia al aceptar aquella zona oscura compartida.

   Fulgura la vociferación solo en boca de la virgen de los tajos. La convicción del logro toma cabida en su poemario que lleva aquel nombre, poema que dedica a Rodrigo Lira (1949-1981). Parece decirle: yo fui el loco primero, el joven poeta de las voces que transitan en mí. Yo soy, yo soy, la virgen de los tajos, porque te vi morir, porque vi partir a nuestro Armando Rubio (1955-1980). Tengo cada tajo de ustedes en mi cuerpo, y sigo aquí, viendo a Chile desangrarse. Y así lo expresa en el texto: “Yo recibo a los difuntos poetas / cuando llegan a este nuevo estadio” (p. 87). Aquel verbalizado acto de fe, como bien lo señala su poema “Acto de fe”, no es más que una pieza del organismo vivo ligado al canto, un ejercicio necesario, un lamento que debe escribirse, de ahí esa rudeza límpida que no desaparece de su lírica, pese a la devoción presente en su canto.    

   Posteriormente, el poemario Cola de gallo, es un claro en medio de la oscuridad, el adkintu (en lengua mapuche), el espacio por donde salir y hallar la claridad. Acá el poeta hablante tiene la certeza de lo que es poesía y la define verso a verso en su poema “Arte poética”.           

Verano y audacia: El anciano terrible (2014), “Poema diaguita” y Poemas inéditos. Aventura y audacia van de la mano a la orilla del camino en las andanzas del viejo terrible, quién diría si no es el mismo, quien a la manera de un “Epitafio en la tumba de Juan, el carpintero” de Pablo de Rokha, inicia lo que se convertirá en una arenga sobre la propia desolación a la que se adscribe como un hijo más del dolor. Las raíces se han entregado a la humedad. La aventura no tiene término. Su ubicación está en todas partes con fuerte arraigo en la Región de Coquimbo. En “Poema diaguita” se mantiene la épica del sujeto originario y visionario que cruza su obra lírica. El imaginario del territorio semidesértico y andino se proyecta desde el Norte Chico. El sujeto indígena desborda el texto desde el título. El poeta ya no observa, sino que habita. Habitar el poema, parafraseo a Teillier. Pero, poner atención, su experiencia es diaguita, el autor y también el hablante lírico se identifican con ese pueblo específico, vale decir, distanciado y resistente al dominio incaico y español. La mirada inmanente del poeta se ha ampliado en su cosmovisión. Finalmente, Poemas inéditos, como quien reposa su sabiduría sobre el sitial que le permite hablar a pasos del fin, como el último telegrafista que con audacia “nos dice que ya no hay amor” (Ruiz, 2021, p. 227).    Coincido con Jorge Tellier cuando en 1991 afirma: “Álvaro Ruiz tan volcado al amor a las tierras pobres, es también un rebelde, un «ladrón del fuego»”. Su escritura, con predominio de la actitud carmínica y enunciativa, da cuenta de quien portando el fuego se va quemando para iluminar un sendero por donde pasa el sujeto popular que va poblando su memoria. Su aventura, por tanto, se manifiesta en la figura del diaguita que pretende espantar a los invasores con las fogatas prendidas en distintos puntos y colinas, como quien siembra y cosecha cultura, pero que superado por la adversidad y la codicia del ajeno, sabe que su resistencia será cuidar el fuego de la memoria, las vasijas del conocimiento y resguardar los secretos que siguen bajo el suelo, atendiendo a esa conexión geométrica y decidora, a ese resplandor original, la convicción de entender la palabra como experiencia astral sembrada en la tierra.

Reseña publicada originalmente en la edición n°5 de revista WD40

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