A fines de 2001, Álvaro Ruiz (1953) presenta su libro «La virgen de los tajos» en la sede de la SECH en Santiago. Como cierre, una veintena de amigos repletan un bar céntrico y levantan copas en su honor. Tras los saludos y los abrazos, irrumpe Stella Díaz, batiendo palmas, bailando al son de un improvisado flamenco. Avanza hasta Álvaro, lo toma de las manos y lo invita, sonriente, enérgica, a acompañarla en el baile. Todos aplauden, todos cantan. El homenajeado, algo descolocado ante el garbo de La Colorina, hace su mejor esfuerzo agitando las manos y dando algunos tímidos pasos. Existe una copia digitalizada del registro original en VHS del episodio. Álvaro me la pasó hace un tiempo. Algún día podrá compartirse para el deleite de muchos.
Recién el sábado pasado, Álvaro presentó un nuevo libro. Son cerca de veinte los que lleva ya publicados, desde fines de los setenta. Esta vez fue en la Casa-Museo Neruda de Isla Negra. «Morir en Lima». La contribución a las letras chilenas la hace ahora desde la narrativa. Un conjunto de crónicas y relatos. Parte de material nuevo, inédito, y otra parte de textos ya publicados en Prosa Reunida, de 2014. «Es, en cierta medida, ese libro pero mejorado, sacándole la paja», confiesa Álvaro con saludable honestidad.
«Morir en Lima». El título es sugerente. Nuevamente optas por la prosa…
Sí, pero es un libro bien poético. Relatos, pequeños cuentos míos.
Donde buscas rescatar ciertas figuras de la cultura…
Sí. Mallarmé, Rolando Cárdenas, Lowry… El texto más importante del libro es Poesía, Bar y Santidad, que es una historia del alcoholismo en la literatura nacional, leve, podría ser más profunda.
¿Siguen igual de alcoholizados los poetas de hoy?
Yo creo que menos. Pero igual siguen existiendo los dionisíacos, los que se creen Rimbaud. Esa es una rebeldía permanente. Cada generación joven trata de descalificar a la anterior. Hasta que tienen cierta edad y se dan cuenta que la poesía es una sola, y que es una lucha ridícula tratar de disputarse la calidad, de una generación a otra. En el fondo, ser poeta es una actitud solitaria, no hay mayor competencia, los otros son compañeros de ruta. Yo tengo gran admiración por los poetas, jamás discriminación.
Pero más joven suele ser distinto.
Ah, claro. Egolatría. El egocentrismo en los artistas es un capítulo aparte. Hoy en día es enfermante la autorreferencia que veo en las redes sociales. Tras el movimiento de octubre se llenó de sociólogos y unos bien rascas. Apreciaciones sin fundamento.
¿Qué me puedes decir de Morir en Lima, el texto que le da título al libro?
Es un relato que pretendió ser una novela pero murió el aliento. Pero podría retomarlo, sería como el primer capítulo. Aborda el suicidio en la literatura, o en personajes de la literatura, como Werther o Carlota de Lessing. Es algo bien especial, me trato de meter en el mundo de los escritores suicidas. La gente se asusta, creen que yo me voy a suicidar. Incluso un amigo psiquiatra me dijo “oye, cualquier cosa cuenta con mi ayuda.” Llegaron a asustarse de lo original que está. Hablo en primera persona, como si fuera yo quien hablara. El aire ya no me entra (dramatiza). Yo era feliz narrando la depresión. Lo comencé en Perú y acá le hice una afinadita.
¿En qué estás ahora?
Poesía. Un libro que me rechazó el Fondo del Libro.
¿El de las cartas de Teillier?
Ese es otro, ahí lo tengo.
¿De qué se trata ese, en rigor? ¿Las cartas que te escribía a ti?
No, a Juan Cristóbal.
¿Y por qué tienes tú esas cartas?
Porque él me las pasó. Me lo encontré en un bar en Lima y casi nos sacamos la chucha. No sabíamos quién era el uno y el otro. Me decía “¿y ese sonsonete? yo conozco ese sonsonete”. Yo lo andaba buscando hacía un año. Era amigo íntimo de Jorge Teillier. La última carta que Jorge le escribió al poeta Juan Cristóbal es de 4 meses antes de morir; treintitantos años de correspondencia.
Y ese libro te rechazaron en el Fondo…
Sí. Pero hice una edición en Lima. Tengo una copia en PDF. Pero ahora hay que corregir, sumar cosas y con un mes de trabajo te saco un Teillier renovado. Este libro sirve además para aclarar varias cosas. Si lo publico me puedo morir más en paz. Me falta sacar tres libros más y yo ya redondeo la cifra. Me puedo dedicar a leer a los grandes maestros y escribir ya poemas más al hueso. Como “Oh, este viejo y roto violín” de León Felipe. ¡Puta qué libro más bueno! Creo que está escrito a los ochenta y tantos años de edad.
Álvaro Ruiz en el patio de la casa que fuera de su amigo el poeta Jonás
Y tú Álvaro, ¿cómo llegaste a la poesía? Porque tú provienes de una familia donde tu papá es general, militar, sin demasiado vínculo con las letras…
Mi papá era un hombre muy liberal que nunca quiso que ninguno de sus hijos siguiera sus pasos. Él llegó a la aviación porque si se sacaba buenas notas podía tener estudio y alimentación. Hijo de emigrantes españoles. Le tocó duro. Muere mi abuelo y él era un niño, el menor de ocho hermanos. Lo ingresan a la Escuela Militar con beca porque así asegura rancho y cama. Llevaba como dos o tres años y se abre la Escuela de Aviación y pide el cambio altiro. Son menos brutos los aviadores, son medio Saint-Exupéry.
Lo que pasó es que yo de niño no hablaba. En mi casa se hablaba español, vivía en un barrio francés (en Canadá) y me mandaban a sala cuna inglesa. Entendía sí, pero no hablaba. Pensaban que podía ser un poco retrasado mental. Y lo puedo seguir siendo un poco ahora (risas). Y ese no hablar me significaba más observación, porque el que no habla ve más y escucha más. Después como a los 9 años copié un poema de De la Vega, poeta chileno, y lo pasé por mío. Y qué, ¡nadie me creyó! No era el lenguaje, la capacidad de un niño. Después más grande, a los 12, 13 años, poemas de amor, los más difíciles según Rilke. Igual que cuando hago talleres de literatura, mucho poema de amor de señora, de señor, que son más bien terapia, no tienen mayor contenido literario, van a talleres de poesía a hacer terapia. Por eso yo no hice más talleres porque yo no soy psiquiatra. No, me carga. Entonces me quedaba con los mejores alumnos en términos literarios y a los otros no los pescaba mucho.
¿Cómo llegaste acá al litoral? ¿Qué te hizo radicarte acá?
Vine el 2010 a presentar un libro póstumo de Jonás. Titi Gana le dijo a Vania, su viuda, “Álvaro Ruiz es la persona más indicada para presentar ese libro”, por la amistad que tenía con Jonás, porque conocía su obra y porque era poeta. Y vine a presentar, a la Casa de la Cultura de El Tabo. Y esa noche dormí aquí. En ese tiempo vivía en La Serena, estaba con la Claudita, mi alumna. Los talleres también son buenos para pinchar alumnas (risas).
Después en 2016 quedé en situación de calle, me separo en La Serena y agarro un bolso con las cosas mínimas y parto, como lo he hecho siempre en toda mi vida cada vez que termino una relación, no estoy para acarrear bienes, yo no acarreo bienes.
¿Ni siquiera libros?
Sí, una caja me hago, pero para que me la despachen meses después. Ropa y comida. Si los compadres se complican mucho la vida. Con esa sicología estoy aquí y soy más libre y feliz. Mientras menos necesito, más libre soy. El 2016 estuve viviendo dos meses en el taller del Titi Gana, ya nos íbamos a sacar los ojos, en un taller no caben dos personas, los espacios son individuales. Mi buen amigo Titi Gana me tuvo dos meses. Menos mal que se iba los viernes y volvía los lunes… Entonces llamé a la Vania y le dije “¿todavía está esa pieza? La arrendaría, un precio que no sea caro, sí”. Al día siguiente se decidió y me la arrendó. Llegué con mi mochila y un maletín. En Santiago, en situación de calle, me puse avaro, más avaro que nunca (risas). Hice como un tesoro, iba a depositar a cada rato. Eso me lo enseñó Rimbaud también, andar con un cinturón de oro forrado en cuero viejo, te puedes sentar en un parque y no eres tan pobre, tan miserable. Junté un fondito y me vine. Y me instalé aquí, me liberé.
Y tu estadía en el litoral ha sido fructífera…
Sí, porque me quedé solo y con la soledad o te hundes o trabajas. Me distancié de tener una relación… La edad también, la testosterona baja, ando más calmado.
Y el libro en el que trabajas ahora, esos poemas, ¿son nuevos, recientes?
El Despeñadero. O el Barranco, no sé. Nuevos, pero también cosas escritas hace un tiempo pero les estoy dando un cuerpo. Son poemas puntúos. Es un Ruiz desconocido, no es tan clásico como es mi poesía. Se abrirán las grandes piernas y los hombres sangrarán por el culo (recita). O sea, los tiempos que se avecinan. Espera que pase todo esto y se va a poner más capitalista. Así está Occidente, a menos que haya una revolución armada. Esto de los poderes fácticos: te pueden ceder un metro pero te avanzan tres después, hueón. Como los tienen en Europa. Tienen mejores coberturas sociales allá. Sí acá ya es grosera la hueá. Para ser con aspiraciones de primer mundo ¿Chile? ¡De dónde! Estamos a años-luz. La desigualdad, la educación, la salud.
Álvaro, y enfrentados a esto, toda esta aspiración de este país, esta obsesión por ascender en el escalafón, acuérdate tú de que en los noventa se hablaba que éramos los jaguares de Latinoamérica…
Una estupidez
Pero enfrentados a todo esto, ¿qué pasa con la poesía? Porque en términos históricos, la poesía chilena, al menos desde el siglo veinte en adelante, ha sido muy relevante, han emergido voces tan trascendentes, de mucho peso, dentro de esta sociedad. Y al 2019, ¿qué pasa? ¿Cómo ves que se manifiesta esto?
Todos mis libros durante la dictadura son una manifestación literaria, pero también política. Por eso los poetas son expulsados de la República. Son peligrosos. Son revoltosos y conspiran. Son unos conspiradores. Porque describen la situación que pasa y por lo general son del bando opuesto al oficialismo. No hay poetas oficialistas en ninguna época, sea el gobierno que sea. Ahora Chile, particularmente, es un país, en cierta medida, poetizado. Tiene una cultura poética. Chadwick no rima con ninguna hueá. Es un verso que leí en los carteles de las manifestaciones. Habían muchos focos originales literarios en carteles, sin pretender ser poesía pero yo leía como poesía, como muchos artefactos parrianos, en el fondo. Entonces, hay una relación siempre entre política, ciudadanía y poesía.
«Morir en Lima». 170 páginas. Ediciones Una Temporada en Isla Negra