Como un presagio, los pájaros de este Aviario picotean mordiendo al viento. Pareciera que el alma se les sale del cuerpo. Anuncian con aliento muy fuerte el vendaval. El aire es el medio propio de quienes vuelan; también de los olores, del color y de las vibraciones, esas hebras invisibles que se enredan entre el cielo y la tierra. Me formo en la cabeza un mapa que traza la historia de los pájaros de Julieta. Hay nidos y casas a medio hacer que me recuerdan eso que dijo Damaris, otra que voló desde las orillas de una isla del norte. Me lo repito bien bajito, como un secreto o una maldición: “En el hueco/ de la mano/ como un pájaro/ el miedo hace/ su pequeño nido.” [1]
Entonces, con los dedos torcidos, abro mi mano e imagino la trayectoria sobre este mapa que marca el punto de despegue. Es un nido que no vuelve a dar abrigo. Sus esquinas están podridas de cloro y sangre seca. Miro por las ventanas de estos nidales y se repiten las imágenes: alas rotas, el rostro moribundo de un mirlo, la caja vacía de su pecho. Oculta bajo los bordes oscurecidos de los árboles, se escucha, como un chirrido ensordecedor, la invocación a cortar las arterias, a quebrarse la espalda, para llegar así a la médula del dolor. “Si emprendes el vuelo/ mi casa se abrirá en dos” (19), anuncia el chirrido. Desde la cima de los árboles negros, pájaros con pecho de fuego levitan sobre tierra-vereda-calles. “Cuando dejemos de ser gorriones/ vamos a quemar las nubes” (13), dicen. De esta manera, el mapa también se quema. Alienta el vuelo de esta ave migratoria y su pecho va trazando la herida ascendente. Desde ahí, la memoria mana con la fluidez de la sangre.
Me acuerdo del nido de la colibrí en la montaña. Antes de dormir, me contaba de otros pájaros con cara de humanidad. Tue-tue tue-tue, cantan lejos de las alturas. Les escucho por entre la bruma costera. Anuncian augurios en un lenguaje atravesado por el viento y la humedad. La sangre escurre. Me acuerdo otra vez de un pajarito en los pasillos de un edificio viejo. Me acuerdo de esta estrategia de vuelo, del aire como casa, cruzada en cada ojo de viento por la escritura. Me acuerdo de pequeñas aves que cantaban canciones de adolescentes. Me acuerdo que, enfrentadas a las imágenes, al fin estábamos rotas y las jaulas también.
Las Cruces, 25 de enero de 2020
[1] Del poema “En la casa del miedo”, de Damaris Calderón.