Observo a Mariana. La miro detenerse frente al espejo del ropero más tiempo del que solía tardar. Lo sé, porque ella se levanta primero y he observado con cuidado las sutiles variaciones de sus rutinas. La elección de su ropa lenta, como si estuviera segura de lo que quisiera vestir. Arroja cosas sobre el sillón y sigue buscando hasta encontrar el color preciso. Es como si yo no existiera en esos momentos y creo entender su proceso. Sin preguntar ni opinar nada acerca de la elección o de cualquier cosa, permanezco en la cama, fumo un par de cigarrillos más y sigo mirando. Tomo notas en este cuaderno y espero. La edad enseña, a asistir silenciosos a las ceremonias de cambio en los seres que queremos.
Cuando está lista, su sonrisa es un poco de papel. Intenta disimular algo que todavía no puede confesar. Esconde una duda, lo sé, pero ella no sabe que lo sé. Se acerca, me besa en la frente, en la boca despacio y se va en silencio al trabajo. Debe ser porque hoy es martes que recuerdo la primera vez que nos vimos. Hacía frio y los vidrios del tren estaban empañados con el aliento de los oficinistas. Todos peleábamos contra el invierno que hacía temblar los vagones en ese lento vaivén de la mañana. La vi subir y acomodarse junto a la puerta para mirar, como lo hacíamos todos, a través de la ventana. Se veía bonita de perfil, pensé, algo distraído, mientras revisaba los titulares del diario.
Supongo que si no hubiéramos caminado al mismo paso a la bajada del tren, intentado subir al mismo taxi y si no hubiera empezado a llover justo esa mañana en que ella no llevaba paraguas y yo sí, no dormiríamos juntos desde entonces. Pero eso pasó hace mucho y ahora ella toma el automóvil y parte temprano con una táctica promesa de retorno que yo nunca le he pedido.
La observo por las noches en su deambular incesante por la casa –no he dicho que vivimos en una casa grande-. Yo le ruego que se detenga y converse conmigo antes de comer. Pero Mariana me dice que tiene que ir hasta el jardín, que los perros ladran muy fuerte, que las plantas o que el portón, cualquier cosa menos sentarse a mi lado, frente a su otro espejo. Sé que me teme, que se teme a sí misma y la entiendo. Sólo m queda mirarla desaparecer y aparecer con un té caliente y otro beso que me dará cerca de la boca y mi boca querrá abrirse y abrazarla, pero ella preferirá apoyar la cabeza sobre mis rodillas y yo le pasaré la mano por el pelo que enredaré entre los dedos y olerá a calle, a vida, a lluvia de martes y me pregunto si guardará otros olores que no percibo, que no conozco. Tocaré un ángulo de su hombro y temblaré sintiendo que ella se acurruca más aún entre mis piernas y me calmaré, convencido de que su amor ha sido mío. Quizás debiera preguntarle por qué no es feliz, o si lo ha sido alguna vez conmigo, pero no lo haré. Preferiré su silencio de siempre, su desaparecer todos los días de mi lado, al otro lado de las sábanas.
No sé en realidad por qué pienso en esto mientras no está. Será que la vejez me llegó hace algún tiempo y la conozco. Uno va refugiándose poco a poco, casi sin darse cuenta, en las cosas conocidas y propias, los libros de cabecera, o ese par de zapatos viejos que debimos arrojar a la basura hace un lustro. Reconocemos esa tos nuestra de las madrugadas y cultivamos la costumbre del vino después de la cena. Después, nos entregamos mansos al blando cobijo dela almohada, a la mano que apretamos antes de dormir o a otra que extrañamos alguna noche, perdida en los secretos pliegues de nuestra memoria.
Esas son cosas de viejo y las conozco. Me da un poco de ternura y un poco de rabia también, reconocer que le ocurrirá lo mismo y que tiene miedo.
Alguna vez le hice el amor todas las noches y ella después se dormía tranquila y feliz. Ahora no… Cada cierto tiempo, me atrevo a besarla como antes y la amo, juro que la necesito tanto que me contengo de decírselo porque noto las pequeñas amenazas de arrugas en los extremos de sus ojos, porque he asistido al cambio repentino de sus tiempos, porque se detiene a mi lado menos de lo que espero, porque quiero tenerla cada vez más, porque estoy cansado y ya no me dan ganas de levantarme cada mañana, porque ella aunque todavía no lo sabe, está partiendo, y maldigo el no saber guardarla de alguna manera.
Tal vez, todo hubiese sido diferente si en esos días yo no hubiera tenido tantos temores. Yo sabía que me quedaba poco tiempo y ella tenía todo el tiempo del mundo. Pero la tomé, irresponsable, y ella me tomó, y acá estamos, en esta extraña cautela diaria, mientras tarda más que de costumbre en el baño, se maquilla y se arregla la falda como si tuviera 16 y fuera a salir a una fiesta. Y yo aquí, en la cama, en esta maldita espera, escribiendo, revisando mis papeles, mis tantos errores, haciéndome trampas para convencerme de que ella nunca, nunca subirá a un tren como yo ese día cuando la elegí, en medio de la muchedumbre y la lluvia, así por puro instinto, para extrañarla el resto de mi vida.