Caminando hacia el mar
en la pradera
— es hoy noviembre —
todo ha nacido ya,
todo tiene estatura,
ondulación, fragancia.
Hierba a hierba
entenderé la tierra,
paso a paso
hasta la línea loca
del océano.
De pronto una ola
de aire agita y ondula
la cebada salvaje:
salta
el vuelo de un pájaro
desde mis pies, el suelo
lleno de hilos de oro,
de pétalos sin nombre,
brilla de pronto como rosa verde,
se enreda con ortigas que revelan
su coral enemigo,
esbeltos tallos, zarzas
estrelladas,
diferencia infinita
de cada vegetal que me saluda
a veces con un rápido
centelleo de espinas
o con la pulsación de su perfume
fresco, fino y amargo.
Andando a las espumas
del Pacífico
con torpe paso por la baja hierba
de la primavera escondida,
parece
que antes de que la tierra se termine
cien metros antes del más grande océano
todo se hizo delirio,
germinación y canto.
Las minúsculas hierbas
se coronaron de oro,
las plantas de la arena
dieron rayos morados
y a cada pequeña hoja de olvido
llegó una dirección de luna o fuego.
Cerca del mar, andando,
en el mes de noviembre,
entre los matorrales que reciben
luz, fuego y sal marinas
hallé una flor azul
nacida en la durísima pradera.
De dónde, de qué fondo
tu rayo azul extraes?
Tu seda temblorosa
debajo de la tierra
se comunica con el mar profundo?
La levanté en mis manos
y la miré como si el mar vivera
en una sola gota,
como si el combate
de la tierra y las aguas
una flor levantara
un pequeño estandarte
de fuego azul, de paz irresistible,
de indómita pureza.
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Ode to the blue flower
Walking to the sea,
through the grasslands
— today is November —
everything has already experienced birth,
everything has attained stature,
wave, and fragrance.
Blade of grass, by blade of grass,
I will learn the earth,
footstep by footstep,
until I reach the ocean’s
wild frontier.
Suddenly, a wave of
air shakes the wild barley
into crests and ripples.
At my feet,
a bird leaps into flight.
The Earth is teeming
with golden threads
and anonymous petals.
It shines like a sudden green rose,
wreathed with spines, revealing
its enemy coral,
slim stems, starry
canes.
Each messenger of vegetation that greets
me is infinitely different,
sometimes with rapid prickly sparks,
of fresh, fine, and bitter
pulsations of perfume.
Walking toward the Pacific’s
foamy waves,
I pass with rough steps
through the low grasses
of undiscovered springtime.
It seems
that before the land ends,
a hundred meters before the greatest ocean,
everything has whirled into delirium
germination, and song.
Diminutive grasses
have crowned themselves with gold;
sand plants
emit purple rays,
and each small leaf of forgetfulness
arrives at its destination of moon or fire.
Close to the sea, I am walking
through the month of November.
Between brambles blessed
with light, fire and sea salts,
I discover an azure flower,
child of the rough meadow.
From where, from what source
do you extract your brilliant blue ray?
Do your quivering underground silks
communicate with the deep sea?
I raise the azure flower in my hands,
and look at it;
it seems the sea now exists
in a single drop,
and in the tense encounter between
earth and water,
a flower raises
a small flag of blue fire, of irresistible peace,
of invincible pureness.