En 2014, prologué la edición de los cincuenta años de Poemas y antipoemas para la editorial de la Universidad Diego Portales. Estudié para el prólogo como no lo había hecho en siglos. Sabía que el profesor Parra no perdonaría ni un solo error. Él celebraba feliz y agotado sus 100 años, pero era el cincuentenario de ese libro lo que realmente le importaba.
-Cien años está bien, pero 100 años y un día eso sí que nooooo –empezó a sonreír en su casa en Las Cruces, cuando fuimos con Adán a llevarle el libro-. No hay humillación más grande que existir, dijo alguien por ahí… ¿Quién dijo eso, a ver? -fingía olvidar-. El Código de Manú… -se sorprendía ritualmente-. Los hindúes que creen que el paraíso supremo es no ser nadie. No hay mayor humillación que existir. Chuta la payasada grande… ¿Qué se hace con eso?
-Le trajimos el libro -lo interrumpió Adán.
-¿El qué? -acercó su centenario oído ya casi completamente sordo.
-El libro, Nicanor -pronunció todas las letras Adán.
-El libro. Eso sí que es cosa seria. El libro, sí, claro, el libro -dijo al ver el paquete de papel kraft atado con una pitilla que cedió al cuchillo de cocina que trajo la Rosita.
Nicanor esperaba como un niño. Adán abrió la pitilla y arrancó el papel para liberar los libros. Le dio uno. Nicanor aprobó inmediatamente la foto de la portada: él mismo, con 55 años, leyendo el diario La Segunda en una calle de Santiago.
-Queco Larraín, la foto -dijo indicando con el dedo la foto de Sergio Larraín, el más mítico y místico de los fotógrafos chilenos, uno de los fundadores de la agencia Magnum-. Un sabio. Se retiró, se fue al monte, el Queco. Eso hacen los sabios ahora, parece. No hay humillación más grande que existir…
Aleccionaba mientras seguía acariciando, como nunca lo había visto acariciar nada, el lomo plateado del libro. Para mi desesperación, no se dignaba abrir el ejemplar y descubrir mi prólogo. Prefirió darlo vuelta y leer la contraportada.
-¿Pero quién habla aquí, por favor, quién?
-Tú, Nicanor -se atrevió Adán-. Es una cita tuya. Es buena la cita, Nicanor. Queda perfecta con el libro.
-¿Y el gordo Bloom, y Piglia?
-Pero todo eso está muy repetido, Nicanor.
-¿Un profesor, cuando hay tanta gente que podría hacerlo? Por favor…
-Tú eres más conocido que toda esa gente junta. No hay nada mejor que pueda explicar el libro -me miró con desesperación Adán, buscando algún refuerzo que no me atreví a proveer.
-Nooooo, eso sí que no. Cualquiera menos Yooo… Cualquiera menos el autor. Van a creer que soy egocéntrico.
Y nos quedamos callados Adán y yo, pensando que el mundo no necesitaba pruebas del egocentrismo de Parra.
-Egocéntrico, eso no, eso sí que no… No, por eso me dejó de hablar el flaco Lihn.
Enrique Lihn
El flaco Lihn era Enrique Lihn, el autor de La musiquilla de las pobres esferas, el primer libro de poesía chileno que compré con mi mesada, una mañana de 1988, el mismo año de su muerte, como para homenajearlo.
«Puede que sea cosa de ir tocando» -leí, caminado contra el viento entre los edificios de hormigón armado de las torres San Borja:
la musiquilla de las pobres esferas.
Me cae mal esa Alquimia del Verbo,
poesía, volvamos a la tierra.
Aquí en París se vive de silencio
lo que tú dices claro es cosa muerta.
Bien si hablas por hablar, 'a lo divino',
mal si no pasas todas las fronteras.
Recuerdo esa sensación rara de haber encontrado al fin mi poeta chileno, uno que se ajustaba a la perfección a mi timidez y mi orgullo, a mi infancia en París, voluntaristamente surrealista, y mi adolescencia santiaguina, obligatoriamente de izquierda. Un poeta que no me pedía renunciar a mi vida de ciudad y libros y folletos y discos de vinilo y casetes, todo eso en la explanada de las Torres San Borja, el olor a orina, los restos de comida, los carros abandonados del Unimarc en la esquina de la avenida Portugal.
Y la mueca del propio Lihn dudosa y terrible que entreví atravesando el puente Pío Nono del brazo de Guadalupe Santa Cruz, una amiga de mi mamá, denso y solo en su chaleco de cuello en V. Lihn muerto de frío en Cuba, en plena revolución, solo en mansardas de París mientras se desarrollaba la revolución chilena, viviendo en Chile en plena dictadura, cuando convenía exiliarse. «No dio puntada con hilo Enrique», decía siempre que podía Jorge Edwards. Pero ese hilo tan invisible ligó las partes más esparcidas de mi generación de poetas (y novelistas), que empezábamos a escribir y a pensar mientras él se moría.
Por Lihn, los de mi generación leímos a Parra. Porque fue Parra el que convirtió a este joven casi surrealista en un poeta crítico, un poeta que duda de la posibilidad, de la necesidad, del valor de escribir poesía.
-Pucha así con el flaco Lihn. «No es lo mismo estar solo que estar sin ti» -recitaba Parra en Las Cruces-. «No es lo mismo estar solo que estar sin ti». Chúpate esa mandarina. ¿Qué se hace después de eso ¿Qué se hace? Se vive, se sobrevive, pienso.
-Vino para acá el flaco Lihn -sigue en Las Cruces Nicanor Parra-. Me tomó de los brazos y me dijo: ¿Cuándo me vas a dejar pasar, huevón?
¿Cuándo me vas a dejar pasar, huevón?
¿Cuándo me vas a dejar pasar huevón? -imagino que sigue diciendo Lihn desde el fondo de la tumba- ¿Cuándo cresta me vas a dejar un lugar en el Olimpo del que nos bajaste a todos para subirte tú solo, viejo egoísta, huevón mala persona que no quieres a nadie más que a ti mismo? ¿Cuándo me vas a dejar ser viejo y canónico como tú y joven e irresponsable como tú? ¿Cuándo me vas a dejar madurar antes de morir de cáncer en ese hospital donde te instalaste día y noche como si se tratara del salón de tu casa? No ves que me muero de pelear por un lugar que no existe, no ves que muero de ver cómo copias versos e ideas sin pudor y proteges hasta el infinito la propiedad de las tuyas. Me muero de tu perfecta manera de escabullir el bulto, Nicanor, y no meterte en ninguna de las guerras que yo no pude evitar, como si mi vida hubiese sido una lucha desigual contra el malentendido, el subentendido, el sobrentendido, todos los comercios y falsificaciones del significado, mi único patrimonio, lo único que dejo en esa pieza de hospital donde con tu imprudencia habitual te viniste a instalar a recibir a los poetas jóvenes y no tanto que llevas años aleccionando, cultivando. Me muero, Nicanor, no paro de morir. Me muero de haberte tenido de padre y de hijo, de hermano mayor y menor. Llevo desde los veinte años escribiendo textos, prólogos, presentaciones, exposiciones sobre ti. Fui el primero en pedir que te dieran el Nobel, exigiendo que se lo dieran antes a Borges porque se lo merecía más que tú, guardemos las proporciones. Llevo años saludando la aparición de tus libros, presentando tus Artefactos, hablando de ti en el mundo entero, defendiéndote entre tus detractores (todos los exiliados chilenos, por de pronto). ¿Y tú qué, Nicanor? ¿Y tú qué a cambio? Algún verso en una bandeja, un verso en tu «Noticiario 1957»:
Enrique Lihn define posiciones Perico Müller pacta con el diablo Médicos abandonan hospitales. Se despeja la incógnita del trigo.
«Enrique Lihn define posiciones». ¿Ese es el resumen de mi obra, de mi vida para ti? Nada te interesa de mí que no sea mi posición ante tus libros. ¿Eso soy para ti? ¿Un soldado de tu bandera, un luchador de tu causa, un alumno que nunca fue a tu clase? Ahora hay algo que por fin sé antes que tú, Nicanor: qué es la muerte. ¿Quieres que te cuente cómo es? ¿Quieres que sea por fin tu profesor? ¿O prefieres más ediciones, más premios, más cáncer a la próstata, más alergia de primavera, más asma de invierno, más vida, como si no tuvieras suficiente? ¡Cuándo me vas a dejar pasar!