De Rokha/Neruda, combustible mayor de la poesía chilena

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Borges trató de explicárselo a su modo: Neruda, en sus primeros años un poeta muy malo, al hacerse comunista se transforma en uno de calidad. Esa evolución, claramente marcada al menos en cuanto a lo estilístico, tanto o más que a un supuesto efecto bienhechor del comunismo, me parece sensato atribuirla a la influencia de De Rokha. Cuando este publica “Los Gemidos”, en 1922, y presenta una voz personalísima, potente y a considerable distancia del tono acompasado dominante en la producción poética local, Neruda es un chico de 18 años recién llegado a Santiago y pronto a publicar su primer libro. Serán poemas todos, como diría Borges, en clave sentimental. Está claro que son los textos en los que ha venido trabajando desde sus años escolares, en los que ha volcado sus mejores esfuerzos y los que, por lo demás, entran en fácil sintonía con el gusto mayoritario. Pero Neruda, que es muy hábil, pronto se dará cuenta de que, pese al aplauso generalizado, por esa vía va directo a asegurarse una muy cómoda posición en los salones literarios de las señoras bien, pero no a hacer verdadero arte, a trascender más allá de lo local. La verdadera creación artística se está haciendo en otra parte, la que va abriéndose paso ante los desafíos del siglo que avanza, y esa es la ruta que marca De Rokha, ese otro joven, 10 años mayor, que le da el ejemplo con su propuesta desmedida, descompuesta, valiente, arriesgada.

Neruda toma nota, absorbe, aprende relativamente rápido la lección. La ajusta a sus parámetros. Tiene la habilidad de la copia. Ya lo hizo con Tagore en sus arremetidas poéticas iniciales, ahora lo hará con De Rokha para su entrada en la órbita literaria de su siglo. La anécdota de Matisse escondiendo pinturas antes de cada visita de Picasso a su taller es fidedigna. Algunas personas, en esta época de superficialidad e histerias moralistas, tienden a alarmarse con estos asuntos. Pero la creación artística, humana, poco o nada tiene que ver con un proceso inmaculado donde el sujeto, el artista, se sumerge en las aguas de su mundo interior en busca de esas gemas que yacen en las profundidades. Lo real es que se trata de un diálogo, una retroalimentación permanente, abierta, promiscua, de seres sensibles que se olisquean unos a otros, se leen, se nutren y emiten sus comentarios.

Neruda, sumado a su talento literario, tiene el don del cálculo, la ponderación, el movimiento estratégico. La muda de voz será gradual y por su guía -cuando haga falta citar alguno- pondrá a una estrella que los supera a ambos, Whitman. Ya no es Tagore, ahora es Whitman, un Whitman, claro está, aterrizado a su pellejo, a su realidad y su tiempo, cuando en rigor, la conexión (y conversión) la ha hecho a través de De Rokha. Entonces, una vez que aquel larguirucho aprendiz vaya ascendiendo, incluso la curva de su ascenso cobre un ritmo vertiginoso, el hermano mayor ajustará cuentas. La verdad, lo ha venido haciendo en forma más o menos continua desde hace décadas, pero ahora corresponde hacerlo de manera definitiva, final. Tiene 60 años. No importa. Si a otros, probablemente a la gran mayoría, destinar a su edad, a esa altura de su carrera, todo un libro a disparar contra otro, contra otro poeta vivo, le resulte un proyecto poco digno, a De Rokha, muy por el contrario, se le ofrece como un platillo largamente macerado que procederá a servirse con fruición.

Y ese libro, “Neruda y yo”, será, en más de un punto, un texto imprescindible, de destellos fantásticos, redondos, genuinos, la diatriba llevada a su máxima elevación. Dado el nivel de su vuelo, el rango de su desmesura, el libro terminará enalteciendo a ambos, tanto al autor del ataque, como al sujeto del escarnio. Aunque esto lo percibirán muy pocos. La mayoría se quedará en el fenómeno moral, no en el estético. Error fatal que se repite particularmente en estos tiempos, de superabundancia de mentes formateadas –rondadores de la poesía, por cierto, incluidos-, que sienten verdadero pavor por poner la punta del pie fuera del área que marca el reglamento y un ejemplo de soltar amarras tan notable, un ejercicio de diatriba tan intenso y consumado, no podrá ser percibido más que como un deporte peligroso e inexplicable.

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Portada de la primera edición de 1955

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