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Selección de lectura de la poeta Damaris Calderón

“La tentación de la carne” de Pablo Salinas

Una vez solos, la música siguió sonando. Carlos Vives, Celia Cruz. La diputada tenía una particular predilección por los ritmos afroamericanos. Bailaron. Ella incluso se sacó los zapatos para, según ella, poder moverse mejor.
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Pablo Salinas es un destacado creador que vive en el litoral central, en Algarrobo, desde donde además, es un activista pro-ecología, preocupado por el medio ambiente, las artes y la vida cultural de su entorno (lleva el blog Algarrobo Al Día, donde también se le puede leer).

Escritor y pintor, ha desarrollado y expuesto sus creaciones en ambas facetas. Su pintura ha sido mostrada en diversas exposiciones, y como narrador, publicó la novela La doctrina de la periferia (2010) y, su más reciente libro, La tentación de la carne, ambos por Ediciones Una temporada en Isla Negra. La tentación de la carne es uno de esos libros que hacen que el lector más exigente se vaya desplazando por la crónica, el ensayo, el relato, con avidez y curiosidad. Escrito con una cuidadosa prosa, por momentos reflexiva, por momento irónica o pasional, es un libro por el que conviene dejarse tentar y acceder a él y a su autor.

Del mismo, ofrecemos un fragmento del excelente texto El órgano indio, como acercamiento a este libro y a este creador. Pasen. No dejen de leerle.

El Órgano Indio (fragmento)

Una vez solos, la música siguió sonando. Carlos Vives, Celia Cruz. La diputada tenía una particular predilección por los ritmos afroamericanos. Bailaron. Ella incluso se sacó los zapatos para, según ella, poder moverse mejor. Luego se los volvió a poner porque, según ella, se resbalaba. Se sentaron un rato. Su celular, posado sobre una mesita junto a un florero, empezó a vibrar, como descargando una seguidilla de estertores histéricos. Lo revisó y luego lo volvió a dejar en su sitio, pronunciando un “ah, ya, basta”. Marcos aprovechó de ir al baño. Por el pasillo, la puerta del medio. Descargó parte de las varias copas de vino ingeridas, se mojó la cara. Al salir, se detuvo unos segundos a contemplar la obra textil de su amiga. Luego, en vez de seguir avanzando en dirección al living, volvió sobre sus pasos y caminó hasta el fondo del pasillo. Una puerta entreabierta a su izquierda. Supuso que se trataba del dormitorio de la dueña de casa. Casi justo al frente, otra puerta, esta completamente abierta. ¿Su despacho, oficina? Entró. Una lámpara encendida en un rincón, de escaso voltaje, alumbraba el espacio. No había un escritorio propiamente tal, sino una mesa de madera que adivinó raulí, de patas arqueadas, bellamente trabajada. Sobre esta, algunas carpetas, archivadores, y algunas ediciones no recientes de Arquitectural Digest. Al fondo, un mueble vertical, con cajones en su parte inferior y tres corridas de repisas en su superior, que ocupaban, pero en ningún caso repletaban, libros. Colecciones completas de historia de Chile, la más tradicional editada en los ochenta por revista Ercilla de Encina, otra en versión ilustrada hecha por el diario La Tercera, libros de tapa dura editados por grandes mineras de parques nacionales, flora y fauna, iglesias del norte y Chiloé. Nada particularmente sofisticado.

Del otro lado, la pared junto a la puerta, una galería de fotos enmarcadas. Marcos contuvo la respiración. La primera imagen que vio fue la del general Ringeling, engominado, vestido de civil, en la medianía de la cincuentena, junto a su esposa y su hija única, María José, apenas veinteañera, posando todos sobre una verde pradera con el volcán Villarrica de fondo. Calculó, por las edades que adivinaba, que debía datar de los primeros años de los noventa. El general en los inicios de la transición: mirada firme pero serena, sonrisa mínima, leve, pero satisfecha. Marcos no pudo contenerse de seguir revisando. Más allá, otra foto que competía en tamaño con la recién vista del clan familiar. Esta vez, no pudo evitar sentir una agitación particular en el pecho. Esta vez Ringeling no aparecía, pero sí Pinochet. Sentado en una mesa de despejado mantel blanco, de civil también, chaqueta azul oscuro, corbata con perla de apreciable tamaño un par de dedos bajo el nudo; tras sí, un guardaespaldas, de mostacho oscuro, chaqueta un punto más clara que la de su jerarca, y a su lado dos mujeres cuarentonas, la señora Ringeling y otra de algún parecido físico, quizá su hermana, y la misma María José, algo más joven que en la otra foto, quinceañera. Todas vestidas de gala. Ambas mujeres mayores con una sonrisa extática, algo así como estando en la cúspide de una emoción intensa, y una, la señora Ringeling, con una mano posada sobre el respaldo de la silla de Pinochet, quizá en un gesto de mayor confianza y cercanía. La hija, la Coté, con una expresión, en cambio, que a Marcos le pareció incluso presumida, sonrisa suave, en franco contraste con la de las señoras, y mirada ligeramente distante, de cierta displicencia. La displicencia propia de la adolescente cuyo su orgullo está al tope, leyó Marcos.

Volvió al living. La diputada, sentada descalza con ambas piernas dobladas sobre el sillón, revisaba su celular. Cuando vio avanzar a Marcos hacia ella, enarcó las cejas, espetó un “no me dejan tranquila, qué atroz” y dejó caer pesadamente su smartphone sobre la mesa de centro, entre las bandejas con restos de quesos y aceitunas. Ahora sonaba Willie Colón. Marcos subió el volumen y, sin decir una palabra, le extendió su mano a la dueña de casa. Ella, con una sonrisa contenida, aceptó la invitación y se puso de pie. Marcos percibió gotas de sudor en la frente de Coté. Su misma mano estaba algo húmeda. Retomaron el baile, un poco más cansados, lo que propició que los movimientos se hicieran más lentos, más morosos. Sus cuerpos se fueron acercando cada vez más, el uno del otro. Los pasos terminaron reduciéndose a un solo bamboleo de suave cadencia. La Ringeling, con el rostro a escasos centímetros del de su compañero, bajó la mirada y la mantuvo así algunos segundos. Luego, con los ojos entrecerrados y una sutil sonrisa en los labios, la fijó en Marcos. Se besaron. Largo. Intensamente. El celular volvió a vibrar, una y otra vez, golpeteando la base de una copa de vino. Ella pareció intentar zafarse del abrazo. Marcos se lo impidió, aplicando una caricia a modo de tenaza sobre su muslo. Caminaron, entre risas, por el pasillo hasta el dormitorio […]

La Tentación de la Carne. Relatos. 136 páginas. Ediciones Una Temporada en Isla Negra. 2019. Pedidos a pablosalinasm@gmail.com

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