Pinochet se sigue paseando por Virginia Water

La capital inglesa se le convirtió en reclusión provisoria, quizá un tanto fuera de todo pronóstico. Alcanzó a estar retenido por la justicia casi un año y medio.
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En septiembre de 1998, Pinochet viajó a Inglaterra a revisar armas y aprovechó de operarse de una hernia en una clínica de Londres. No tenía por qué haberlo hecho ahí -intervenirse quirúrgicamente-. En Chile tenía todo a mano, los recursos, los contactos, además la operación no era para nada grave (es decir, no requería de mayor sofisticación médica). Pero quizá, en su mente de dictador, temió la traición si se entregaba en su tierra, entre los suyos, al sopor de la anestesia. Como sabemos, una vez entre sus admirados ingleses, Albión agudizó su perfidia y se le cerró cual planta carnívora. En rigor, no fue para tanto. Pero se le cerró, sí, mientras en Chile, bien por el contrario, gozó siempre de total holgura de movimiento y acción. La capital inglesa se le convirtió en reclusión provisoria, quizá un tanto fuera de todo pronóstico. Alcanzó a estar retenido por la justicia casi un año y medio. Pasó de una clínica a otra. El gobierno de Chile lo protegió con vehemencia, usando el pestilente comodín retórico de salvaguardar el estado de derecho. Daba risa, o asco. O las dos cosas a la vez, es decir, un sentimiento de desmoralización profunda. Pero, en fin: estamos en Chile, queda más que claro que el viejo les fue indispensable para pavimentarles la pista a varios, la mayoría, de todos los bandos, que entonces estaban en la conducción política de la Capitanía General.

A las pocas semanas, se le puso a disposición una cárcel de terciopelo, una magnífica residencia en Virginia Water, en las afueras de Londres. Yo llegué a Inglaterra en septiembre de 1999 a preparar una exposición que haría al año siguiente y residí un par de meses en casa de mi hermano Alfonso, en un barrio popular de Cambridge. Desde esa perspectiva, menos de cien kilómetros más al norte, nos quedaba a todos claro la opulencia de esa mansión, de dos plantas y espléndido jardín, donde el viejo asesino pasaba sus días de cautiverio inglés. Mientras los esfuerzos de la cancillería chilena no desfallecían, los despachos de prensa nos solazaban con las declaraciones de Labbé, alcalde de Providencia, informando que había compartido toda una tarde de domingo comiendo arrollado y locos, llevados como obsequio, junto a su «general». Moreira, por su parte, apuntaba a la frugalidad máxima, anunciando con la voz quebrada que se sumía en huelga de hambre en pos de la libertad de su ídolo, su faro, su estrella de Belén.

La impúdica cobertura mediática ayudó a que el desprecio hacia Pinochet -al menos el mío- alcanzara cierto paroxismo. Ante los reveses en tribunales, la estrategia judicial de su defensa se volcó de lleno en razones de salud. Como anillo al dedo. Pinochet se acopló a la perfección al libreto, dejándose grabar una y otra vez arrastrando las patas por las señoriales dependencias de Virginia Water. Una de esas escenas se me quedó particularmente grabada: el viejo, en compañía de su hijo menor, da una vuelta por el patio; avanza apenas, con ayuda de su bastón, y en eso, echa una mirada constreñida al cielo, al tiempo que lleva una mano por delante; el gesto se lee inequívoco como un lamento por una supuesta lluvia. Algo así como: «y además en este país, con este clima, donde no para de llover». También, por cierto, está el cuadro de la visita de la Thatcher. La señora de hierro le manifiesta solidaridad en su calidad de antiguo aliado y por su «apoyo durante la campaña de Las Malvinas» -lo que, supongo, generó cierta incomodidad incluso entre los pinochetistas más recalcitrantes-. Pero el encuentro tiene una resonancia menos obvia pero más trascendente. La ex-primera ministra saludaba al viejo dictador, quien, hacía veinte años atrás, había puesto el pequeño país sudamericano entonces a su mando como campo de pruebas de una nueva variante de ideología político-económica, aquella donde el capitalismo se volvía doctrina de apetito omnívoro, la banca multiplicaba créditos para disparar el consumo, mientras la educación se iba a pique con una población obnubilada bajo el encanto de un surtido de bienes como nunca antes conocido por la especie humana. Tanto ella, como su gran partner Ronald Reagan, estuvieron especialmente atentos a la experiencia chilena a la hora de aplicar las pautas de este nuevo lineamiento en sus propios países.

Después Pinochet volvió y, nada más olisquear las hediondeces del Mapocho recuperó de golpe las fuerzas, se puso se pie y avanzó por la losa del aeropuerto como una especie de Frankenstein con una corbata con una perla. La gente aplaudía. Unos, por genuina emoción al ver al pro-hombre que se reintegraba a la tribu; otros, por simple reacción mecánica ante la profunda vergüenza que producía estar asistiendo a un espectáculo semejante.

Los 21 meses por los que ya se prolonga el período por lejos más extenso de restricciones ciudadanas producto de un estado constitucional alterado, que vuelve a transformar los piquetes de militares en parte cotidiana del paisaje urbano de las calles de Chile, nos dejan ver harto a las claras que Pinochet se nos sigue regodeando por la lluvia en el patio de su señorial mansión de Virginia Water.

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