La aparición de los “gilets jaunes” ha generado en Francia un trastorno de proporciones. Durante los primeros días, incluso semanas, el espectáculo de manifestantes que había decidido enfundarse en chalecos reflectantes como señal de unidad fue visto por muchos como un asunto que no iba más allá de lo pintoresco. Ante la efigie clásica del revolucionario “à la française” (la misma que genera todo tipo de bravuras emocionales en gente como Jocelyn-Holt), esto de hordas disfrazadas a la usanza de inspectores de autopista tenía un aire exageradamente proleta y muy poco chic. Y los medios se mostraron particularmente dispuestos a sintonizar con ese enfoque de descrédito. Luego, cuando la persistencia de esa gente de amarillo alcanzó índices de apoyo y popularidad apabullantes, se reacomodaron muy sobre la marcha las piezas del discurso.